EL INOLVIDABLE NÚMERO 14

El portero sentado en el suelo, con gesto impotente, mientras el balón, el clásico cuero blanco con pentágonos negros, le acaba de rebasar impulsado por el delantero, de camiseta naranja y pantalón blanco sobre el que destaca el número 14, que compone una pose casi de bailarín momentos antes de impactar con el esférico y enviarlo mansamente al fondo de la red.

La imagen que acabo de describir y que encabeza estas líneas, sacada de un viejo 'AS color' manoseado mil veces, siempre me ha parecido el resumen perfecto de lo que representó en el futbol de mediados de los años 70 la irrupción del sensacional e irrepetible Johan Cruyff.

El estilo del holandés, lleno de elegancia, dejaba perplejos a sus rivales, que no sabían nunca que esperar cuando les encaraba. En ocasiones era un fulgurante cambio de ritmo camino de la portería, como el que convirtió en penalti los primeros segundos de la final del mundial 74. Tras recibir el balón en medio campo, el espigado número 14 aceleró en línea recta hacia el marco rival, superando a incrédulos alemanes sin que ni uno sólo pudiese tocarle hasta que Hoeness si lo hizo, ya dentro del área, derribándolo.

Otras veces se trataba de un pase medido al compañero mejor situado, o de un regate tan preciso como el que sufrió el desesperado Carnevali en esa foto del Holanda-Argentina disputado en aquel mismo mundial, el de Alemania. Un campeonato que ganaron finalmente los germanos porque, aunque entonces Lineker aun estaba lejos de pronunciar su famosa frase, esta ya tenía vigencia y, pese a que los holandeses se adelantaron en el marcador, al transformar Neeskens el penalti recién cobrado por su capitán, "El fútbol es un juego simple: 22 hombres corren detrás de un balón durante 90 minutos y al final los alemanes siempre ganan".

Pero aunque fuese el ‘kaiser’ Franz Beckembauer, otro prodigio de elegancia sobre un campo de fútbol, quien acabase levantando al cielo de Munich la primera copa del mundo con su actual diseño, esa escultura dorada de unas manos alzando un balón por la que todo jugador suspira desde que pisa por primera vez el césped de un estadio, el gran triunfador de aquel mundial a los ojos del mundo fue su delgado oponente, Johan Cruyff.

‘El flaco’ capitaneó una selección holandesa que maravilló a todos con un fútbol diferente en el que desde el primero al último, desde Krol o Haan, en los laterales de la zaga, hasta Rep en la punta del ataque, pasando por el incansable Neeskens en el medio campo, atacaban y defendían… y lo hacían además con un estilo distinto, mezcla de clase y velocidad, de correr y hacer correr el balón a base de combinaciones al primer toque… un estilo que era ni más ni menos el de su capitán, aquel jugador con el número 14 a la espalda, convertido desde el primer partido del campeonato en el engranaje principal de una máquina poco menos que perfecta: la ‘naranja mecánica’.

En aquel verano de 1974 yo acababa de cumplir diez años y, como casi para cualquier crío español de esa edad, el fútbol era una de mis pasiones. Ha pasado mucho tiempo desde entonces y mis recuerdos de aquel partido, visto en la tele en blanco y negro del salón de casa de mis padres, son difusos. Y son, además, selectivos, porque me acuerdo perfectamente de ese primer minuto de juego, en el que la pelota se movía de un holandés a otro sin que los alemanes llegasen a tocarla, hasta el punto de que el primer contacto de los germanos con el balón sería el de las manos de Sepp Maier cuando, apesadumbrado, lo recogía desde el fondo de las mallas. Mientras, Neeskens, Cruyff y el resto de sus compañeros se abrazaban celebrando el 1-0… ¡parecía que sólo iba a ser el primer paso hacia la gloria del título! En cambio, apenas recuerdo (o, tal vez, prefiero no acordarme) los dos goles del siempre oportunista Gerd ‘Torpedo’ Muller, lo opuesto en cuanto a estilo a Cruyff pero de una eficacia tan o más letal, que acabaron con el sueño holandés de un modo que, eso si lo tengo aun presente, me pareció de lo más injusto.

Cruyff al frente de la 'Naranja Mecánica' en la final del mundial de Alemania de 1974

El número 14 cambia de ritmo y se escapa camino del area, sólo podrán pararlo en falta...

...una pena máxima que ejecuta Neeskens para poner el 1-0 en el marcador a favor de Holanda

En todo caso, con título o sin él, la clase y la elegancia de Cruyff me habían ganado definitivamente durante aquel mundial, por mucho que el holandés hubiese recalado unos meses antes en el Barcelona, el equipo favorito de mi padre, mientras que yo, quien sabe si por llevarle la contraria, simpatizaba con el Madrid, humillado en el 0-5 del Bernabeu que aun escuece a los madridistas cada vez que lo recuerdan.

Además, casualidades de la vida, mi fecha de nacimiento es un 14, como el dorsal que Cruyff lucía en su uniforme durante el mundial de Alemania, y el 14 sería también el número que me tocaría en suerte en la clase del cuarto curso de EGB que empezaría nada más concluir ese verano. Un 14 que mi madre me cosió en la espalda de la camiseta naranja, con bandas negras en los hombros, que me empeñaba en llevar todos los días al colegio y a la que, poco después, mi padre, que estrenaba por entonces su internacionalidad como árbitro de voleibol, le añadió un escudo de la ‘NeVoBo’, la federación holandesa de ‘voley’, con el inconfundible león rampante que Cruyff y los suyos lucían en las elásticas de la naranja mecánica. Pero ni con esas mi estilo de futbolista se llegaría nunca a asemejar, ni de lejos, al del 14 de la selección de Holanda. Mi torpeza con el balón en los pies era indigna de mi ídolo, mientras que se me daba bastante mejor usar las manos… así que lo poco que duraría mi ‘carrera’ de futbolista en colegio e instituto sería ocupando casi siempre el puesto de portero.

Si cabe, lo difícil que a mi me resultaba pasar y regatear me haría admirar aun más la aparente facilidad con la que Cruyff manejaba el balón, lo llevaba pegado al pie en sus arrancadas, lo tocaba lo justo para sortear a un rival, lo ponía en la cabeza o el pie del compañero desmarcado o lo enviaba camino de la red exactamente fuera del alcance del portero. ¡Parecía cosa de magia! Una magia que, además, tuve ocasión de ver en directo en ‘El Molinón’ a finales de aquel 1974 cuando el ‘Barça’ visitó a mi querido Sporting en el tramo final de la liga. Un partido que pensé iba a perderme, ya que mi padre no iba a poder llevarme por estar arbitrando en el torneo del que me traería el preciado escudo holandés. Menos mal que Manolo, su mejor amigo y mi habitual proveedor de comics de Asterix (y, años después, novelas negras y de ciencia ficción), se ofreció a acompañarme… ¡y con sorpresa además! Alguien le había dejado dos entradas de la tribuna de asiento, todo un lujo para los que éramos socios de a pie y nos apretujábamos cada domingo en la húmeda esquina noreste del estadio de la ribera del Piles. Así que mi primer partido en la grada de preferencia iba a ser, además, el partido en el que vería a Cruyff en directo ¡qué más podía pedir! Por eso, aunque el Barça ganase con claridad a nuestro Sporting, para disgusto de la parroquia local, cuyo disfrute suele ir casi siempre asociado al triunfo de su equipo y no al espectáculo visto sobre el terreno de juego, recuerdo haberlo pasado en grande con las evoluciones de aquel larguirucho holandés, vestido ahora de azulgrana y con el número 9 a la espalda. Un uniforme ni mucho menos tan bonito como el llamativo ‘orange’ de su selección con el 14 que, desde aquel verano del 74 es mi número favorito gracias a un jugador que cambió el modo en que se concebía el futbol… y lo hizo, además, dos veces, primero triunfando como jugador y, después, logrando tantos o más éxitos como entrenador, en una carrera que se me antoja aun más difícil, por lo ingrata que suele ser la posición de ’mister’, y en la que siempre fue, además, fiel a su estilo y a sus ideas, gustasen o no.

Texto: Daniel Cean-Bermúdez - Fotos: Rainer Mittelstädt, German Federal Archives, Allgemeiner Deutscher Nachrichtendienst - Zentralbild

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