Esta es la primera sensación que una neófita en el mundo de los rallies siente cuando se encuentra de lleno rodeada de coches, monos de cuero, ruedas y llantas, carpas de colores, y rugidos de motor: “perdida en un rally”.
Todo parece un caos en el que los coches entran y salen y pasan a tu lado con un estruendo atronador, todo el mundo parece muy ocupado haciendo tareas importantísimas, los pilotos comen plátanos y beben bebidas isotónicas y te sientes como una “cosa” que molesta en todas partes.
Y de repente se van y vuelve la calma, y otro rally, como venido de otra dimensión, surge del big ban del caos anterior. Y entonces aparecen personas, gente corriente, y descubres la pasión que inunda todo el recinto, que se percibe en pequeños detalles como una familia entera apoyando a sus pilotos, padres, madres, hermanos, abuelas, sí, una abuela sentada en una silla de plástico con su oxígeno portátil.
Y entonces te das cuenta de que todo está perfectamente hilado por la pasión, una pasión que probablemente empiece en la infancia y vaya creciendo a lo largo de toda una vida, como una especie de virus que se inocula al nacer.
Y como todos los virus, esta mutación viva de la pasión, no entiende de edades ni de condiciones, y alcanza por igual a periodistas, mecánicos, patrocinadores, cocineros, familias, novias y seguidores capaces de soportar calor o frío, sol o lluvia durante horas y horas por unos breves minutos de gloria, que además pueden verse truncados en apenas unos segundos porque la dirección se ha roto o dos pinchazos malvados se conjuran en el mismo tramo.
Tal vez siga perdida en un rally o no… porque he visto un sentimiento, una pasión. |