Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

CUESTIÓN DE FE

Campeonatos del Mundo de Atletismo: Finales de 1.500 metros.

'La primera vuelta nunca se siente. La segunda y la tercera son un puro infierno pero terminan deprisa. La última pasa entre la emoción vertiginosa del sprint y el andar zombi de la total deuda de oxígeno.' Con esta palabras define una carrera de la milla John L. Parker Jr. en su novela 'Once a runner', protagonizada por un joven atleta que persigue romper la elusiva barrera de los cuatros minutos en las competiciones estadounidenses de mediados de los años setenta.

En el 1.500, la versión internacional de la clásica distancia anglosajona, ese primer giro se siente aún menos al ser un centenar de metros más corto. Pero, sobre todo en el caso de la final de un campeonato, suele ser un buen indicio de lo que espera a los atletas en los tres siguientes. Si ese trescientos inicial se recorre a ritmo lento la carrera es muy posible que resulte una de esas que se llaman 'tácticas' y acaban decidiéndose en el vertiginoso sprint que, inevitablemente, acaban siendo siempre los últimos metros. Por contra, si la velocidad es alta desde el principio lo más probable es que vaya en aumento hasta el final, al estilo de las pruebas de los 'meetings' en los que es la marca el principal objetivo.

Las dos finales de 1.500 en los Campeonatos del Mundo de Atletismo del 2023 fueron similares en ese sentido, con inicio no especialmente veloz en ambas. Pero, en realidad, resultaron muy diferentes... y no sólo por su desenlace, con triunfo para la favorita en la prueba femenina y ganador inesperado en la masculina.


La carrera de las mujeres se celebró el miércoles. Fue una cuestión de fe. No sólo porque ese sea el nombre de pila de la atleta en quien estaban puestas todas las miradas, la fabulosa Faith Kipyegon, que llegaba a Budapest con la aureola de dos títulos olímpicos y mundiales en la distancia, acompañados de sus recientes récords de 5.000 y 1.500.

La fabulosa keniata se puso en cabeza desde el mismo instante de la salida. Un movimiento que, cuando lo realiza quien cuenta con la mejor marca, suele significar ritmo endiablado desde el principio como mejor forma de evitar sorpresas. No en vano, Faith era la única que sabía lo que es correr un mil quinientos en menos de 3:50. Lo había hecho a principios de junio en Florencia. Entre sus rivales en la capital húngara ninguna había bajado de 3:51 y casi tampoco de 3:52, barrera que rompió por cinco centésimas Siffan Hassam hace cuatro años.

Pero ese no era el plan de la gran atleta keniata. Su pequeña figura avanzaba sin prisa en el corto primer giro, liderando el grupo en el que la neerlandesa ocupaba puestos de cola. Siffam, pese a la dolorosa decepción del 10.000, seguía teniendo fe en su vertiginoso sprint. Para llegar a ese momento faltaban las dos vueltas que el protagonista de la novela define como puro infierno. Y aunque Kipyegon no atizaba el fuego al máximo si que iba haciendo subir la temperatura de la caldera poco a poco. Lo suficiente como para que nadie se atreviese a darle un relevo que pudiese provocar un incremento mayor en su implacable zancada. Porque una cosa estaba clara, la doble campeona olímpica y mundial no parecía dispuesta a ceder el primer puesto en ningún momento.

Un dominio basado en una absoluta fe en sus posibilidades. Una fe que parecían no tener el resto, resignadas a seguir su estela pese a que el ritmo no era, ni mucho menos, la infernal marcha que la africana podía imponer si se lo proponía. Algo que hacía finalmente en cuanto escuchaba el toque de campana que anuncia la última vuelta. La del vertiginoso sprint. El que iniciaba desde atrás Hassam recuperando más posiciones que metros. Porque, por delante, Kipyegon iba cada vez más deprisa, cada vez con más ventaja.

Nadie iba a poder alcanzarla.

Mientras, como unos días antes en el 10.000, la neerlandesa volvía a encontrarse en los metros finales con la agonía de la deuda de oxígeno mientras peleaba sin éxito de nuevo con una etíope (en esta ocasión por el segundo puesto que se adjudicaba Welteji), la keniata añadía el tercer oro mundial a su cada vez mayor lista de éxitos.

Faith Kipyegon había ganado la final del 1.500 liderando de principio a fin con el ritmo que quiso en cada momento. Con fe absoluta en si misma más allá de tácticas o estrategias.


Al día siguiente, el jueves, la final del 1.500 masculino tenía en Jacob Ingebritsen a su indiscutible favorito. Un atleta con fe absoluta en si mismo hasta el punto de parecer arrogante para los que ven la absoluta confianza que suele demostrar en su inmenso talento como una falta de respeto a sus rivales. En esa fe y ese talento, con el acicate extra de recuperar un trono que consideraba suyo y había perdido contra todo pronóstico el año pasado, basaba el más joven de la famosa familia de atletas noruegos su planteamiento de la carrera, cuyo desarrollo acababa por ser bastante similar a la prueba femenina de la víspera.

La corta primera vuelta apenas si daba tiempo a sentirla. Duraba lo poco que tardaba el noruego, tras superar a todos sus rivales por el exterior con esa desconcertante facilidad tan suya, en llegar a la altura del líder en los rápidos metros iniciales, Kipsang. Las dos siguientes, con el prodigio nórdico en cabeza desde el paso por el quinientos, no se corrían a ritmo infernal pero sí lo suficientemente deprisa para ir estirando el grupo, minando las fuerzas de sus competidores.

Llegaba entonces el giro final. Todo estaba preparado para un vertiginoso sprint de Ingebritsen camino de la victoria. Casi la única duda parecía ser cuando se iba a producir su imparable cambio de ritmo.

No ocurría a falta de trescientos metros para la meta.

Cuando restaban doscientos no era él quien lo protagonizada.

Pegado a la estela de Ingebritsen desde poco antes del toque de campana, oculta su mirada por unas gafas oscuras como para no dejar traslucir sus intenciones, iba un compatriota del hombre que había batido al noruego en la anterior cita mundialista de la distancia.

Josh Kerr tenía fe en sus opciones de repetir la hazaña de Whigtman. En Eugene había visto de cerca como y donde su compañero lo había logrado. Con un feroz ataque por el exterior nada más entrar en la última curva. Al estilo del legendario Bannister cuando rebasó al sorprendido Landy en la histórica 'milla milagro'.

Justo eso hizo Kerr en Budapest con el mismo resultado. Aunque Ingebritsen trató de resistir, aguantando en paralelo con su rival hasta bien entrada la recta de meta, le sostenían más la fe que las fuerzas. Ambas le abandonaron cuando la deuda de oxígeno resultó imposible de pagar. Por segunda vez consecutiva había sido derrotado en el último doscientos de un milquinientos mundialista por un británico. Kerr sucedía a Whigtman como protagonista del sorprendente desenlace.


Según dice la epístola a los Hebreos en el primer versículo de su capítulo undécimo, 'la fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve'. La certeza en el triunfo de Kypiegon y la convicción de Kerr en como lograrlo son, por tanto, dos caras de la misma moneda. Dos victorias que fueron cuestión de fe.

Fotos: Getty Images for World Athletics


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