NO SIEMPRE GANA EL MÁS RÁPIDO

Rallye de Monte-Carlo 1964.

Estos días de enero del 2024 se cumplen sesenta años de uno de los triunfos más celebrados en el rallye de Monte-Carlo, el del los británicos Paddy Hopkirk y Henry Liddon con el pequeño Mini Cooper. Lo recordamos con la versión adaptada a internet de un fragmento del artículo dedicado a los éxitos del popular modelo de Brittish Leyland publicado en los números de enero y febrero del 2020 de la revista CronoMotor.

En los años sesenta, los rallyes estaban creciendo en popularidad y se empezaban a profesionalizar. Algo en lo que influyó el hecho de que los publicistas de las marcas se dieran cuenta de las posibilidades promocionales de la especialidad. 'Ganar el domingo para vender el lunes', el viejo dicho de Henri Ford, era especialmente aplicable en unas competiciones protagonizadas por coches muy parecidos a los que cualquier espectador podía comprar en los concesionarios.

Por eso era cada vez mayor la presencia de equipos oficiales en las pruebas más prestigiosas, siendo la que se celebraba cada inicio de temporada en el Principado de la Costa Azul la que más atención despertaba y, por tanto, la más apetecible desde el punto de vista publicitario.

En la edición del 1964 del rallye de Monte-Carlo, un buen número de fabricantes acudieron con potentes formaciones en busca del ansiado triunfo que incrementara las ventas de sus modelos. Los estadounidenses de Ford desembarcaron en Europa con un formidable despliegue compuesto por nada menos que ocho de sus aparatosos Falcon con motor V8 de 4,7 litros de cilindrada y cerca de 300 caballos de potencia. Entre sus pilotos el más famoso era el británico Graham Hill, campeón del mundo de Fórmula 1 dos años antes, y el más rápido era el sueco 'Bo' Ljungfeldt, todo un maestro a la hora de controlar el pesado 'sedán' sobre asfalto deslizante.


Los suecos de Saab, ganadores los dos años anteriores con el sensacional Erik Carlsson, volvían a ser de la partida con los poco agraciados estéticamente pero increíblemente eficaces 96, de tracción delantera y motor dos tiempos tricilíndrico. Sus compatriotas de Volvo también aspiraban a todo con los robustos PV544, un coche de aspecto mundano que resultaba endiabladamente rápido, sobre todo en manos de Tom Trana. Citröen tampoco faltaba a la cita con sus ya algo veteranos pero siempre rápidos y elegantes DS19. Mercedes alineaba varias unidades del poderoso 300SE, sucesor del 220 con el que su piloto número 1, el germano Eugen Böhringer, había terminado a un paso de la victoria en el 1960 y el 1962.


También había equipos de Sunbeam, Reliant, Rover, de la rama británica de Ford, que optaba por los menos potentes pero más manejables Cortina, y hasta de dos fabricantes procedentes de la Unión Soviética, Moskvitch y Volga, que se animaban a tomar parte en la prueba aprovechando el estreno de Minsk, capital de una de sus repúblicas, Bielorrusia, como uno de los puntos de partida del tradicional recorrido de concentración.


Precisamente desde la lejana ciudad soviética tomaba la salida parte del equipo que presentaba BMC, compuesto por seis unidades del Mini Cooper S con motor de 1071 centímetros cúbicos que producían unos modestos pero muy bien aprovechados 70 caballos. El de matrícula 33EJB era uno de los que iniciaban la prueba en Minsk, lo pilotaba 'Paddy' Hopkirk y su copiloto era Henry Liddon. Un dúo que había terminado sexto un año antes, entonces con la versión de algo menos de un litro de cilindrada. El piloto norirlandés de 31 años de edad era el más experto de una formación en la que destacaban también dos prometedores y veloces finlandeses, Rauno Aaltonen, tercero en la edición anterior del rallye monegasco cuando acababa de cumplir los veinticinco, y Timo Makinen, dos meses más joven que su compatriota.

Los pequeños Mini ya habían demostrado su competitividad con excelentes resultados a lo largo de la anterior campaña y confiaban en las habitualmente duras condiciones atmosféricas del invierno en los Alpes marítimos para sacar partido de sus principales virtudes, la agilidad en carreteras tortuosas y la capacidad de tracción sobre piso resbaladizo.


Sin embargo, la nieve apenas hacía acto de presencia aquel año en los alrededores de Monte-Carlo. Aunque no faltaban las zonas con peligrosas placas de hielo y había una capa blanca sobre la carretera en la cima del Turini, el asfalto acababa por estar mayoritariamente seco en las cinco especiales que componían el recorrido común, llamado así porque era el mismo para todos los participantes después de que hasta el punto de su inicio, en Reims, hubieran llegado a través de ocho rutas diferentes, con salidas, además de en Minsk, en Oslo, París, Glasgow, Varsovia, Franckfurt, Lisboa y Atenas.

En esas condiciones, los poderosos Ford estadounidenses eran los grandes favoritos, por mucho que el intrincado sistema de coeficientes que se aplicaba a los tiempos, para tratar de igualar los resultados de vehículos con características y prestaciones muy diferentes, pudiera permitir a los modelos de menor cilindrada, como los Mini o los Saab, tratar de plantar cara a los enormes Falcon, que casi los quintuplacaban en cilindrada y triplicaban su potencia.

Además, la escuadra norteamericana tenía un extra a su favor, la motivación que espoleaba a Ljungfeldt, su piloto más veloz en los tramos monegascos. Un año antes había logrado el mejor tiempo absoluto en todas las especiales del rallye, pero una penalización por entrar con media hora de retraso en un control, a causa de una avería de embrague en el recorrido de concentración, le había dejado sin opción alguna a la victoria. Doce meses después de su dominio sin premio, el sueco estaba deseoso de resarcirse. Esta vez iniciaba la parte decisiva de la prueba con su carnet de ruta a cero, tras superar sin problemas el largo traslado desde la ciudad que había elegido como punto de partida, Oslo. Y en cuanto empezaban las especiales cronometradas volvía a ser el más rápido de todos los participantes.


En Saint Disdier, al norte de Gap, el Ford del piloto sueco era el único que empleaba menos de dieciséis minutos para completar los rápidos veintidós kilómetros y medio del tramo, con empinada subida y frenética bajada, cuyo asfalto estaba seco aunque alguna traicionera placa de hielo amenazaba aquí y allá. Lo que pocos esperaban era que en un trazado así el segundo mejor crono, a menos de veinte segundos, lo registrara el Mini de Hopkirk. Un resultado magnífico que era aún mejor teniendo en cuenta el factor de corrección de los tiempos, ya que una vez aplicado significaba una diferencia de unos seis segundos y medio a favor del británico.

La segunda especial era más larga y más rápida. No sorprendía, por tanto, que de nuevo el mejor registro lo consiguiera Ljungfeldt con el Ford, secundado esta vez por su compatriota Trana en el Volvo. Pero a sólo un segundo de este, y a apenas dieciocho del potente Falcon, terminaba el pequeño Cooper S de Hopkirk. Una prestación soberbia que se traducía en veintitrés segundos menos para el norirlandés a la hora de sumar los tiempos corregidos por el sistema de hándicap.

El tercer tramo, Saint Apollinaire, era el de trazado más tortuoso y deparaba un empate al segundo entre el Ford de Ljungfeldt y el Mini de Hopkirik, lo que suponía mayor ventaja para el británico en la clasificación al aplicarse la fórmula matemática que tenía en cuenta las características de los diferentes vehículos. La diferencia aumentaba también en los dos tramos que precedían a la llegada a Mónaco, pese a que en ambos era el sueco quien lograba los mejores cronos. En el rapidísimo Col de Saint Martin, Hopkirk era cuarto, pero cedía apenas treinta y cuatro segundos en tiempo real y ganaba alrededor de seis en el corregido. Y en el Turini, con abundante nieve en la cima pero ascenso y descenso secos, el norirlandés conseguía el tercer mejor registro, a 26 segundos de su rival, diferencia que una vez convertida a puntos, suponía casi quince más de margen para el piloto del Mini.


De todas formas, en una época en la que los tiempos en directo eran ciencia-ficción, los resultados tardaban horas en publicarse así que ninguno de esos datos eran conocidos por los dos protagonistas del duelo por la victoria. Ni siquiera resultaba posible hacer una aproximación manual, porque el margen de tiempo entre coches a la hora de afrontar cada especial era variable, así que resultaba imposible comparar los registros en base a cronometrajes parciales. Además, Hopkirk y Ljungfeldt transitaban por los tramos a bastante distancia el uno del otro, ya que el orden de salida estaba definido por las ciudades de partida de cada vehículo y eso situaba al Mini antes del Ford en los horarios de paso. Por todo ello, sin referencia alguna, sobre todo para el que iba por delante en el recorrido, la única táctica era atacar de principio a fin y esperar que eso fuera suficiente.

Así que, mientras pilotos, copilotos y mecánicos se iban a dormir unas pocas horas, exhaustos después de la larga jornada de competición, los organizadores recopilaban las penalizaciones en los controles y los tiempos en las especiales, aplicaban los factores de corrección asignados a cada vehículo y elaboraban la clasificación. Para sorpresa general, el primer puesto correspondía al Mini de 'Paddy' Hopkirk y su copiloto, Henry Liddon. Tras el pequeño coche británico estaban situados los Saab 96 de Erik Carlsson, segundo a 31 segundos, y de su esposa, Pat Moss, tercera a 46 segundos. En cuarto lugar, a algo más de un minuto del líder, se encontraba otro de los Mini oficiales, el del finlandés Timo Makinen, mientras que, pese a haber sido el más rápido en todos los tramos, el Ford de Ljungfeldt se tenía que conformar con la quinta posición, a un minuto y cuatro segundos.


A la mañana siguiente, con cielo despejado sobre Mónaco, los equipos que habían superado el recorrido de concentración, a través de Europa, y el común, entre Reims y el Principado, tenían ante sí la última especial del rallye. Una prueba muy particular ya que consistía en dar cuatro vueltas al trazado urbano del Gran Premio de Fórmula 1. Para añadir aún más singularidad, sólo el piloto tomaba parte en la misma y se realizaba por grupos, por lo que era más bien una competición de circuito. Además, los tiempos que registrara cada coche se sumarían directamente a los acumulados hasta entonces, sin aplicarles el factor de corrección.

Con el piso perfectamente seco, Ljungfeldt tenía aún alguna posibilidad de recuperar la diferencia que le separaba de Hopkirk ya que el poderoso Ford Falcon se iba a desenvolver mucho mejor que el Mini Cooper en el trazado por las calles del Principado, lento para los monoplazas de Gran Premio pero no tanto para los coches de rallye. El sueco salía a por todas y volvía a ser el más rápido de todos, superando incluso a su compañero de equipo, Graham Hill, perfecto conocedor del recorrido en el que acabaría ganándose el sobrenombre de 'Mister Mónaco' gracias a sus cinco victorias en la carrera de Fórmula 1, la primera de ellas lograda apenas unos meses antes.


El crono de Ljungfeldt era suficiente para rebasar tanto al Mini de Makinen como a los Saab del matrimonio Carlsson-Moss, pero no bastaba para arrebatar la primera posición a Hopkirk. El norirlandés se defendía admirablemente con el pequeño tracción delantera, cedía apenas medio minuto y se adjudicaba definitivamente la victoria por poco más de treinta segundos.

El triunfo de Hopkirk y Liddon con el Mini Cooper en el Monte-Carlo del 1964 fue un acontecimiento en Gran Bretaña. Convirtió en toda una estrella mediática a su piloto y disparó la popularidad, y las ventas, del pequeño coche. Cierto es que, dos años antes, la fantástica Pat Moss había logrado, en los rallyes de los Tulipanes y de Alemania, los dos primeros triunfos absolutos del Mini, entonces equipado con el motor original de 997cc. Y que, pilotado por Aaltonen, el novedoso tracción delantera de BMC había brillado en las dos anteriores ediciones del Monte-Carlo, siendo tercero en la del 1963 después de haber volcado aparatosamente, con incendio incluido, en la del 1962 cuando ocupaba el segundo puesto. Pero no fue hasta el éxito del norirlandés en el 'Monte' del 1964 cuando realmente se desató la fiebre por los Mini.