Relatos breves de un mundial de pista corta

Campeonatos del Mundo de Atletismo en pista cubierta - Glasgow 2024.

En atletismo se divide en invierno entre el desafío que suponen el frío, la lluvia y el barro en las pruebas de campo a través y el que supone competir en los siempre estrechos confines de las pistas cubiertas. El segundo reto es indudablemente más confortable en cuanto temperaturas pero ni mucho menos más sencillo. Sobre todo cuando hay títulos en juego.

Aunque el prestigio de un oro mundial bajo techo no sea el mismo que su equivalente al aire libre o el más ansiado de todos, el olímpico, unos campeonatos del mundo siempre son importantes incluso en un año que tiene en los Juegos de París el principal foco de atención para las más rutilantes estrellas del atletismo. Aún así, alguna se atrevió también con la cita en Glasgow para disputar una nueva edición de los Campeonatos Mundiales de Pista Cubierta.

Como algunos llaman ahora 'short track' (pista corta) a este tipo de competiciones, el nuevo apelativo nos da pie para contar por medio de unos relatos breves nuestras impresiones de lo visto a través de la televisión durante las tres jornadas de competición en la ciudad escocesa.


En soledad y en compañía

La prueba de 400 metros lisos se corre al aire libre sobre una vuelta, con cada atleta compitiendo por su propia calle desde la salida a la meta. En pista cubierta, en cambio, ese correr sin compartir espacio con nadie sólo se da en el primer giro ya que se combina con una última vuelta por calle libre en la que, obviamente, todos buscas con ansia la cuerda interior de la uno, la que ofrece la menor distancia hasta la llegada. Como, además, la propia configuración de la pista más corta hace que sus curvas sean de radio mucho más pronunciado, el resultado a nivel visual es muy diferente en un 400 bajo techo que en uno al aire libre, con los atletas peleando codo con codo por alcanzar la calle libre y disputarse cada centímetro de la uno en la vuelta final.

De todas formas, Femke Bol acabó corriendo sin nadie que la molestara camino del oro en la final de los 400 metros femeninos. La fabulosa atleta de los países bajos salió como un disparo para recorrer lo antes posible la primera vuelta por la calle 5, cruzó las otras cuatro a toda velocidad para ceñirse al interior de la curva iniciando la segunda y completó el giro final a ritmo endiablado para adornar su enésima victoria con un récord mundial

En el relevo, las compañeras de Fenke, lideradas por su 'escolta' en la final individual, Claver, entregaron el testigo en primera posición a su líder. Y aunque la cercana presencia de la estadounidense Holmes pudiera hacer revivir fantasmas del pasado, el tan inesperado como dramático desenlace del relevo mixto del año pasado bajo el cielo de Budapest no se repitió. Bol controló en todo momento a su rival para cerrar el campeonato con otro triunfo, ganando de nuevo tanto en soledad como en compañía.

Un doblete que también logró, en las pruebas masculinas de la misma distancia, un atleta mucho menos conocido, el belga Doom. En su caso, el triunfo corriendo sólo llegó tras superar en los siempre agónicos instante finales de cualquier cuatrocientos al sensacional Warholm, a quien, sin vallas de por medio, por una vez se le hizo larga una carrera. En compañía Doom ganó prácticamente del mismo modo, rebasando a centímetros de la línea de meta al último relevista norteamericano.


Imbatible

Diez años acumulando victorias son muchos. Especialmente cuando esos triunfos, nada menos que setenta y cuatro, no están interrumpidos por ninguna derrota, aunque sea ocasional y en una carrera de poca importancia. Esa increíble racha presentaba Holloway como credencial para asustar a sus rivales en la siempre complicadísima prueba de los 60 metros vallas.

También, tal vez, para darles esperanzas. Porque es posible que alguno de ellos pensara en la improbabilidad estadística de tal sucesión ininterrumpida de éxitos y se motivase con la idea de que ser él quien la rompiera.

Vana esperanza porque el vallista estadounidense volvió a ser inalcanzable para todos sus rivales, distanciándolos prácticamente de inmediato para completar en menos de siete segundos y tres décimas esos sesenta metros jalonados de obstáculos en los que sigue sin haber nadie que lo haya podido ganar en setenta y cinco carreras a lo largo de una década.


Recordando a John Walker

Con catorce participantes, la final del 1.500 masculino se anunciaba tan apasionante como complicada. Tanto atleta corriendo junto en una pista tan pequeña daba pie a un tumulto en el que situarse bien y maniobrar mejor era más importante que las marcas previas de unos y otros. O, incluso, que sus fuerzas, cuya cantidad era, tal vez, no tan decisiva como el hecho de saber medirlas bien, gastando más cuando menos apetece, al principio, pero guardando igualmente las necesarias para el momento en el que más falta hacen y menos quedan.

Una ecuación de difícil planteamiento y complicada resolución cuya principal incógnita, el nombre del ganador, se desveló de forma tan inesperada como espectacular en los metros finales. Entrando en la recta final, el estadounidense Kessler y su compatriota Hocker emparedaban al portugués Nader, con el noruego Nordas tratando de no perder contacto con el trío que parecía se iba a repartir las medallas.

Entonces, como una visión de otros tiempos, apareció por el exterior un espigado atleta vestido de negro y con una alborotada melena moviéndose al viento generado por su velocidad. Una imagen que tantas veces protagonizó el fabuloso John Walker en los años setenta y que ahora, casi medio siglo después, era la de otro neocelandés que volaba en pos del triunfo, Geordie Beamish. Su avance por la calle 3 era imparable, su amplia zancada le llevaba a rebasar una tras otro a los cuatro atletas que le precedían y se tenían que conformar con luchar por la plata mientras el oro se iba a un lejano punto del hemisferio sur donde, aunque pasan los años y los tiempos cambian, siguen naciendo mediofondistas de talento.


El triunfo más deseado

Los etíopes parecían tenerlo todo bajo control a medida que transcurrían a ritmo de corriente alterna las quince vueltas de la final de la carrera más larga del programa, la de los 3.000. Su número 1, Barega entraba en la última vuelta al frente del ya muy estirado y seleccionado grupo pensando en cerrar la carrera con una nueva victoria que añadir a su espectacular palmarés.

Pero a sus espaldas, llevado en volandas por la fuerza de sus piernas, de su voluntad y del ánimo del entregado público surgía como una furia el británico Kerr. El ídolo local superaba al incrédulo etíope que veía, además, como por su derecha aparecía también la camiseta roja con las letras USA en el pecho de Nuguse para arrebatarle la consolación de la plata.

Mientras el etíope cruzaba la línea de meta agachando la cabeza el escocés ya estaba celebrando el triunfo más deseado, ganar un campeonato del mundo ante su gente.


No se podían ir de vacío

Tras las derrotas de Nuguse en el 1500 masculino, y las de Barega y Segai en los 3.000 para hombres y para mujeres, Etiopía llegaba al último día de competición con un inusual cero en la columna de oros de su medallero. De todas formas, a las siempre omnipresentes camisetas verdes les quedaban dos opciones. Y las iban a aprovechar.

En el 800 femenino, cuando se acercaba el momento de la verdad la presencia de la británica Reekie era la única amenaza para las africanas. A falta de una vuelta, la rubia europea parecía una gacela rodeada de cuatro amenazadoras panteras negras. Y aunque, ágil y veloz, logró escapar de tres de ellas no pudo evitar ser devorada por la restante, la más feroz, la etíope Duguma, que lanzó un ataque imparable en el último giro para conseguir el primer oro de su delegación.

Poco después, en el 1.500 femenino, era la representante africana la que, entrando en la última vuelta, se encontraba en inferioridad numérica ante la pareja de ambiciosas norteamericanas decididas a batirla. Pero, pese a todos los esfuerzos de Nikki Hiltz y Emily Mackay, que curzaron la meta batiendo sus respectivas mejores marcas personales, Freweyni Hailu impuso su final implacable y elevó a dos el número de oros para Etiopía que, finalmente, no se iba de vacío.


Hasta el último aliento

Más cortas o, más bien, menos largas que sus equivalentes al aire libre, las combinadas en pista cubierto siguen siendo enormemente exigentes. Y su prueba final, la carrera de 1000 metros en el heptathlon masculino y la de 800 en el pentathlon femenino, acabo resultando para sus participantes tan agónica como el 1.500, último esfuerzo en las competiciones sin techo de ambas disciplinas, en ese caso elevado su número a diez para los hombres y siete para las mujeres.

En Glasgow, además de una tortura, fueron decisivas para el resultado final. Tanto el suizo Ehammer como la belga Vidts remontaron en esos metros de sufrimiento sobre el tartán la diferencia de puntos que les separaban de la medalla de oro, arrebatándosela a los líderes hasta entonces, el noruego Skotheim y la finlandesa Vanninen, que entregaron hasta el último aliento en un vano intento de evitar lo que las marcas previas anunciaban como inevitable.


Dolor, rabia, frustración, indiferencia y saltos de alegría

Aunque mi modo de ver y sentir el deporte me hace decantarme más por las personas, sean de donde sean, que por sus nacionalidades, en las competiciones en que se representan países es inevitable que siempre preste especial atención a los atletas vestidos de rojo con detalles amarillos y las letras 'España' en su pecho.

En Glasgow su participación dejó sensaciones tan variadas como en algunos casos contrapuestas. Algo que, por otra parte, suele suceder siempre en un deporte tan individual por mucho que luego el medallero cuente los éxitos por naciones.

Empezó del peor modo, con el dolor de la lesión sufrida por María Vicente en el salto de altura del heptatlon, cuando la rotura de su tendón de Aquiles destrozaba el sueño de medalla que había iniciado volando sobre las vallas de la prueba inaugural del pentathlon

Terminó con saltos de alegría. Los correspondientes al triple brinco de Ana Peleteiro, para lograr el bronce en el mismo escenario donde exactamente cinco años antes había conseguido su primera medalla de oro internacional, entonces en el europeo 'indoor', y a la larga extensión de Fatima Diame para alcanzar, por un centímetro, un bronce en longitud que para ella sabe a oro.

Por el medio llegó la rabia en forma de milésimas. Las siete que le faltaron a Asier Martínez para que su arrancada en la semifinal fuese una salida fulgurante en vez de nula, haciendo inútil su victoria posterior corriendo bajo protesta. Las seis que le sobraron al cruza la meta de la final a Quique Llopis para tener que conformarse con acabar cuarto en lugar de subir al podio para recoger la medalla de bronce como segundo de los que perseguían sin éxito al imbatible Holloway.

Entre la rabia y la frustración se movió Mariano García, decidido a revalidar el título en el ochocientos a su estilo, aguardando en la primera mitad de la carrera, mandando en la segunda. Sólo que en esta ocasión esos últimos cuatrocientos, repartidos en dos vueltas al angosto trazado, acabaron por ser más una pelea callejera que una carrera atlética. Y entre empujones, encontronazos y golpes, el murciano pasó de ir el primero a terminar el último.

También hubo en la participación de los atletas vestidos de rojo y gualda la injusta indiferencia que produce en quien no sabe lo que cuesta un resultado así ver como Mechal 'sólo' pudo ser sexto en su mejor carrera, el 1.500, cinco puestos por delante de un desconocido Mario García Romo, cuya actuación pasó poco menos que desapercibida. Y eso es casi lo peor para cualquier atleta después de tanto sacrificio y esfuerzo en busca de esos saltos de alegría a los que se llega a través del dolor, como en su conjunto demostró la actuación de los atletas españoles en la pista escocesa.