BELLEZA NEGRA

El dominio de Lotus en el mundial de Fórmula 1 de 1978

El Lotus 78 había sido el coche más rápido del campeonato del mundo de Fórmula 1 de 1977. Sólo algunos problemas de fiabilidad y la increíble consistencia de Lauda y Ferrari habían impedido que Andretti se adjudicara el título mundial. Así que, con la lección bien aprendida sobre lo que había ido mal, todo apuntaba a un gran año para Lotus en 1978. En el plano técnico, Chapman había tomado buena nota de las virtudes y defectos de su primer ‘wing car’ y ya llevaba unos meses trabajando en el siguiente modelo, que debía sacar aún más partido de las primeras y disminuir los segundos. Y en el plano deportivo había convencido a Andretti de que continuase con el equipo, logrando que Mario acabase rechazando la tentadora oferta de Ferrari para sustituir a Lauda, quien nada más asegurarse el título se había ido, dando un portazo, en dirección a Brabham.


El compañero de Mario los dos años anteriores había sido Gunnar Nilsson, que había ganado el Gran Premio de Bélgica en 1978 para, a continuación, tener un decepcionante final de temporada, tal vez causado por los primeros efectos del cáncer que acabaría con su vida y que por aquel entonces aún no le había sido diagnosticado. Su bajón de rendimiento llevó a Chapman a sustituirlo para el 79 por su rápido y veterano compatriota Ronnie Peterson. El retorno del sueco a Lotus era toda una sorpresa, ya que se producía cinco años después de la controvertida campaña del 73, cuando la pelea interna con Fittipaldi había acabado por hacer que cada uno le restase puntos al otro, lo que aprovechó a la perfección el siempre inteligente y eficaz Stewart para lograr su tercer título mundial. Una situación que sembraba dudas sobre el papel que podría jugar el piloto sueco en esta nueva etapa con el equipo, en esta ocasión junto a Mario Andretti.

En todo caso, contar con dos pilotos tan expertos y veloces en el mismo equipo era de uno de esos ‘problemas’ que otros hubieran querido tener, sobre todo porque Mario y Ronnie conectaban a la perfección a nivel personal y se entendían igual de bien en el profesional. El sueco era consciente, además, de que el italoamericano era clave en la puesta a punto de unos monoplazas en cuyo desarrollo había sido una parte muy importante, así que lo último que pasaba por su cabeza era sembrar discordia alguna. Bastante contento estaba con dejar atrás la frustrante campaña con el Tyrrell P34, un coche con el que nunca se llegó a encontrar a gusto y que, después de todo, había acabado llamando más la atención por su extraño aspecto que por sus resultados. La revolución en la última parte de la década de los setenta no iba a llegar con los monoplazas de seis ruedas. El futuro estaba en el nuevo camino abierto por el Lotus 78.


Un futuro que se convertía en presente cuando aparecía su sucesor, el Lotus 79. Las primeras imágenes del nuevo monoplaza diseñado por Colin Chapman mostraban un coche de una pureza de líneas nunca vista hasta entonces. Los anchos pontones laterales, que en el 78 parecían un forzado añadido al estrecho chasis, se integraban a la perfección en las suaves formas del 79. Totalmente carenado, más bajo y más estilizado, el nuevo Lotus llevaba un paso más allá el concepto del ‘coche ala’ y, sobre todo, explotaba mucho más el concepto que había hecho pegarse a su predecesor al asfalto y que pronto empezaría a conocerse como ‘efecto suelo’. Para ello, Chapman y su equipo habían concentrado todo el combustible en un depósito central, situado entre el piloto y el motor. De ese modo, habían dejado totalmente libres los laterales para permitir el paso de más cantidad de aire bajo las ‘alas’ situadas a ambos lados del chasis, que eran también de mayor tamaño. También eran de dimensiones más generosas las ‘faldillas’ que sellaban todo el lateral, cuyo funcionamiento había sido mejorado para tratar de asegurar al máximo la estanqueidad de toda la zona.

Su resplandeciente carrocería negra, fileteada de oro, conseguía eso tan difícil de combinar belleza con funcionalidad, y la impresión visual de todo el conjunto era extraordinaria, con cada detalle aportando un motivo más de preocupación a unos rivales cuyos nuevos coches ya parecían viejos y superados antes de haber comenzado a rodar.


De todas formas, el siempre impaciente Chapman no lo era tanto por una vez y no tenía prisa en hacer debutar su nueva criatura. Al fin a y al cabo, el 78 aún era competitivo, como bien se encargaba de demostrar Andretti dominando el tempranero arranque de temporada en Argentina. La primera cita del año se disputaba a mediados de enero, en Buenos Aires, y se convertía poco menos que en un paseo triunfal para Mario: ‘pole position’ y victoria liderando de principio a fin. Dos semanas después, aunque Peterson ocupaba el primer lugar de la parrilla de salida, el calor del verano brasileño no le sentaba nada bien a los neumáticos GoodYear. O, visto de otra forma, era ideal para los nuevos radiales de Michelin que equipaban a los Ferrari. Al volante también del modelo del año anterior, Reutemann lograba una clara victoria mientras Andretti, con problemas en el cambio de marchas, se tenía que conformar con la cuarta plaza pero sumaba al menos unos puntos que le mantenían al frente de la tabla.


Mario también salía líder de Sudáfrica aunque no abandonaba Kyalami del mejor humor. Tras liderar la primera parte de la prueba, había cedido terreno a causa de la degradación de sus neumáticos, pero estaba gestionándolos para acabar sin pasar por boxes y la táctica parecía dar sus frutos, situándolo segundo a poco del final, con el líder, Depailler, cada vez más cerca. Pero entonces a Mario le pasaba eso que en unas cuantas ocasiones a lo largo de la historia le había ocurrido a otros pilotos del equipo británico: era víctima de la obsesión de Chapman por la ligereza. En el último momento antes de iniciarse la carrera, el fundador de Lotus decidía que el coche llevaba demasiado combustible, ordenaba quitar unos litros para ahorrar peso… ¡y Andretti se quedaba sin gasolina a una vuelta del final! Al menos, el triunfo acababa igualmente cayendo del lado de su equipo, ya que Peterson, que venía remontando desde atrás, completaba lo que había empezado su compañero, dando caza y superando en última instancia al Tyrrell de Depailler para conseguir la primera victoria de su segunda etapa en Lotus y alzarse a la segunda plaza en la general del campeonato.


Las dos siguientes carreras, en los trazados urbanos de Long Beach y Mónaco, eran las últimas para el modelo 78. El nuevo Ferrari 312T3 se entendía cada vez mejor con las gomas de Michelin y sus pilotos dominaban la carrera californiana. Sólo un error del joven Villeneuve impedía un doblete para la ‘scuderia’, que sumaba su segunda victoria del año con Reutemann. Pero Andretti, aún sin encontrarse a gusto en todo el fin de semana con el comportamiento de su coche, terminaba segundo y limitaba los daños, conservando la primera posición del certamen, aunque ahora empatado a puntos con el argentino. Peor le iba en Mónaco, donde ya hacía una primera aparición en el mundial el 79. El nuevo Lotus se había estrenado unos días antes en la carrera no puntuable de Silverstone, dejando buenas sensaciones pero acabando con un fuerte accidente a causa del chaparrón que anegaba el circuito y lo convertía en una pista de patinaje. Reparado a tiempo para la cita del Principado monegasco, Andretti lo utilizaba en entrenamientos pero no se decidía a competir con él en un trazado tan particular y prefería salir con el 78. Iba a ser una despedida nada triunfal del viejo modelo para el italoamericano, que nunca estaba en la pelea por la victoria y acababa retirándose cerca del final de una carrera en la que Depailler unía su nombre a la prestigiosa lista de ganadores de Grandes Premios y, además, pasaba a ocupar la primera posición en la general del campeonato. El nuevo Tyrrel 008, con su diseño de lo más convencional, cuatro ruedas y nada de pontones laterales con forma de ala invertida, estaba funcionando realmente bien y el francés lo aprovechaba a la perfección para conseguir un muy celebrado triunfo.


Pero ni Depailler con el nuevo Tyrrell, ni Reutemann o Villeneuve con los ‘semiwingcar’ de Ferrari, ni Lauda, por mucho que cada vez estuviese yendo mejor con el Brabham-Alfa, iban a tener apenas opción a partir de entonces. En el Gran Premio de Bélgica, celebrado en el circuito de Zolder, el Lotus 79 iba a debutar finalmente en una prueba puntuable. Una decisión que tomaba Andretti tras probarlo en entrenamientos y quedar impresionado con su comportamiento. El coche se pegaba al trazado belga como una lapa. Iba aún más ‘pintado a la pista’ de lo que había ido el 78 en sus mejores momentos. Y los cronos eran tanto o más elocuentes que la visión del monoplaza girando en cada viraje como si fuese siguiendo unos raíles invisibles. La ‘pole position’ era para Mario con casi un segundo de ventaja. Y en carrera lideraba de principio a fin. Sólo el testarudo Villeneuve se empeñaba en tratar de seguir el endemoniado ritmo de aquel coche negro, que parecía formar parte del asfalto en lugar de rodar sobre él. Un atrevimiento que el valiente Gilles pagaba con el reventón de su neumático delantero izquierdo, incapaz de resistir la tortura a la que le sometía su piloto en la vana persecución. El Lotus 79 ganaba su primer Gran Premio, Andretti recuperaba la primera posición del campeonato y, para completar la fiesta, Peterson terminaba segundo con el 78.


El doblete de Zolder se repetía, corregido y aumentado, en el Jarama. En el Gran Premio de España los dos pilotos de Lotus competían ya al volante de la nueva sensación del mundial, el tan hermoso como rápido 79. Los dos monoplazas teñían de negro y oro la primera fila de la parrilla tras dominar los entrenamientos. Y aunque la salida era un tanto caótica, permitiendo a Hunt liderar durante unas cuantas vueltas, Andretti pronto le superaba para escaparse camino de un triunfo tan o más claro que el de Bélgica quince días antes. Y, de nuevo, a su lado en el podio lo acompañaba Peterson, que había logrado remontar, tras la desastrosa arrancada, para concluir segundo. Con nueve puntos más en su cuenta, Mario consolidaba el primer puesto en el campeonato y Ronnie pasaba a convertirse en su más inmediato perseguidor. Quedaba todavía algo más de medio mundial por delante, pero la superioridad demostrada por el Lotus 79 en sus dos primeras carreras había cambiado por completo la fisonomía del certamen. Sus rivales se desesperaban en busca de una solución que les permitiese plantar cara a la última creación del genial Chapman.


Pero no menos genial era el ingeniero jefe de Brabham, el joven y algo excéntrico Gordon Murray. A esas alturas de mediados del 78 todo el mundo en la Fórmula 1 empezaba ya a tener claro que el ‘efecto suelo’ era la nueva frontera. El modo de cruzarla era tener un ‘wingcar’ de afilado chasis y perfilados pontones laterales con su interior en forma de ala invertida. Pero conseguirlo con un monoplaza equipado de un motor tan voluminoso como el doce cilindros ‘boxer’ que equipaba a los coches de la escudería cuyo patrón era Bernie Eclestone resultaba imposible. La anchura del propulsor no permitía liberar espacio a sus lados para que el aire circulara con la libertad que lo hacía alrededor del estrecho V8 Ford Cosworth de los Lotus.

Había que encontrar otra forma de conseguir esa ‘succión’ que pegaba al coche a la pista. Y, en realidad, resulta que ya existía. Es más, alguien la había experimentado ya unos años antes en un campeonato que era el sueño de todo ingeniero: la CAN-AM. Con un reglamento sin apenas restricciones, el certamen en el que competían los potentes biplazas estadounidenses había dejado, entre finales de los sesenta y principios de los setenta, un buen número de imaginativos diseños, muchos de ellos con un nombre en común: Chaparral. Y precisamente uno de los modelos del equipo de Jim Hall, el 2J de 1970, tenía la solución que Murray andaba buscando. Dos ventiladores situados en su parte trasera extraían el aire bajo el coche, produciendo el mágico ‘efecto suelo’ de un modo totalmente distinto.

Para sorpresa de todos, en Anderstorp, sede de la siguiente prueba del mundial, el Gran Premio de Suecia, los Brabham de Niki Lauda y John Watson se presentaban con un enorme ventilador en su parte trasera. Al girar sus aspas, con el coche en movimiento, vaciaba todo el aire bajo su ancha carrocería y lo adhería a las curvas de la pista escandinava de un modo todavía más eficaz que el logrado por las formas del Lotus 79 y sus faldillas laterales. Aunque Mario conseguía su tercera ‘pole’ consecutiva, nada más darse la salida Lauda se pegaba a él y en cuanto tenía la más mínima oportunidad lo superaba con la misma insultante facilidad que el italoamericano había hecho sufrir a todos en las dos carreras anteriores. El Brabham ‘ventilador’ ganaba en su debut y Lauda conseguía su primera victoria con un monoplaza no fabricado en Maranello. Pero aquello no podía quedar así, las protestas de los equipos rivales, con Lotus y Chapman a la cabeza, no se hacían esperar. Las aspas del ventilador eran un dispositivo aerodinámico móvil, decían, algo totalmente ilegal según el reglamento. Murray, por su parte, argumentaba que el ventilador tenía como principal función refrigerar el motor Alfa Romeo, y eso lo convertía en legal.


Era la típica cuestión de interpretación. El clásico debate entre la letra y el espíritu de la norma. Finalmente se imponía este último, ayudado por el deseo de Ecclestone, el patrón de Brabham y, a la vez, de la FOCA (la asociación de constructores de la Fórmula 1) de no generar disensiones en la organización. Los intereses comerciales de Bernie eran mayores que los deportivos, así que se conformaba con el triunfo de Suecia y aceptaba retirar el polémico dispositivo de sus monoplazas. Todo un alivio para sus rivales, especialmente de los pilotos. Y no solo por la superioridad manifiesta del invento, sino porque muchos de ellos lo consideraban peligroso, ya que además de expulsar el aire que circulaba bajo los coches también echaba fuera piedras y todo lo que pudiera encontrar, convirtiéndose en una especia de ametralladora tras la cual nadie quería rodar.

Pasado el susto de Suecia, todo volvía a la normalidad para Lotus en Francia. Watson marcaba la ‘pole’ con el Brabham ‘sin ventilar’, y Hunt se mostraba peleón con el McLaren M26 en carrera. Pero el estilizado 79 ya no tenía las carencias en velocidad punta de su predecesor. Así que ni ellos ni nadie podían evitar otro doblete para los chicos de Chapman, de nuevo con Mario por delante de Ronnie. Faltaban todavía siete Grandes Premios pero la superioridad de los coches negros era tal que nadie tenía dudas, el título iba a ser para uno de sus dos pilotos, destacados ya al frente de la tabla. La lógica apuntaba a que el campeón sería Andretti, prácticamente siempre por delante hasta ese momento de la temporada, con su estilo de conducción más fino resultando más eficaz para sacar partido a las ventajas del ‘efecto suelo’ que el más exuberante pilotaje del siempre acrobático Peterson.


Además, por si alguien tenía dudas, cuando dos semanas más tarde Ronnie batía a Mario en la lucha por la ‘pole’, en Brands Hatch, sede aquel año del Gran Premio británico, el italomaericano explicaba con claridad a la prensa que había un acuerdo tácito entre ambos desde principio de temporada. Si los dos iban delante y no estaba en peligro la victoria para el equipo, el primero en cruzar la meta tenía que ser él. Al fin y al cabo, Andretti había trabajado en el resurgir de Lotus las tres últimas temporadas, y su capacidad para poner a punto el monoplaza era una de las causas de la competitividad de los diseños de Chapman. Peterson, en cambio, había llegado con gran parte de la tarea hecha y se daba por satisfecho con volver a pilotar un coche ganador, sacando partida además de la labor de su compañero a la hora de encontrar los mejores reglajes.

De todas formas, Mario no quería que Ronnie tuviese que dejarle ganar nunca, por orgullo personal y por respeto a su compañero. Así que salía como un disparo desde el interior de la inclinada recta del trazado británico para alcanzar la complicada derecha en bajada de Paddock Hill Bend en primera posición, superando al sueco, que había elegido partir por el exterior desde la ‘pole’. Un esfuerzo baldío porque ni uno ni otro alcanzarían la meta, debiendo retirarse ambos por avería y llevándose la victoria, su tercera del año, el argentino de Ferrari, Carlos Reuntemann.


Una quincena más tarde, en el rapidísimo Hockenheim, otra de las pistas en las que el 78 había sufrido el año anterior a causa de su falta de velocidad punta, el sucesor volvía a mostrarse inalcanzable. Andretti y Peterson teñían otra primera fila de negro y oro. Más negro que nunca, al no estar permitida la publicidad de tabaco en Alemania y lucir aún más elegantes los 79, sin las grandes letras de John Player Special en los laterales del cockpit. Y aunque Ronnie llegaba a rebasar a Mario en los inicios de la prueba, las posiciones volvían de inmediato a su orden habitual, con el número 5 por delante del 6. Los mal pensados recordaban de inmediato las órdenes de equipo, pero en realidad los dos pilotos habían luchado con libertad en las primeras vueltas. Y, además, hubiera dado igual en que posición estuviesen rodando, porque una avería en la caja de cambios obligaba a retirarse al sueco a nueve vueltas del final.

A esas alturas ya sólo quedaba esperar a la resolución matemática del título a favor de Andretti, que le llevaba a Peterson dieciocho puntos de ventaja, el equivalente a dos victorias. Los siguientes en la tabla eran Reutemann y Lauda, empatados a treinta y un puntos, veintitrés menos que el claro líder del campeonato cuando quedaban ya sólo cuarenta y cinco por disputar, repartidos en cinco carreras.


Sin embargo, Mario se complicaba la vida en la siguiente, celebrada en el espectacular entorno de las montañas austriacas. El verde de las colinas entre las que serpenteaba el asfalto del Osterreichring no era gratis. Se debía a la abundante lluvia de la zona. Y aunque el Gran Premio de Austria se celebrara a mediados de agosto, el agua no faltaba a la cita. Llovía el sábado, en los entrenamientos, que terminaban con Ronnie otra vez por delante. Ya eran dos en las tres últimas ocasiones. Definitivamente, el sueco le estaba cogiendo el tranquillo al modo de pilotaje que requería el Lotus 79, muy alejado de sus instintos más naturales pero al que se iba adaptando gracias a su indudable clase. Y volvía a llover el domingo por la mañana. Aunque había parado de caer agua cuando llegaba la hora de iniciarse la carrera, la pista estaba húmeda, no lo suficiente para montar gomas ‘rayadas’ pero si muy delicada para encontrar adherencia calzando los lisos ‘slicks’. Decidido a no correr riesgos y pensar sobre todo en el campeonato, Andretti salía con prudencia desde la segunda plaza era superado por Reutemann mientras Peterson se iba por delante. Y cuando el de Lotus intentaba rebasar al de Ferrari, este no cedía y Mario hacía un trompo que lo dejaba fuera de carrera. Un error que ponía un cero en su casillero el día en que Ronnie sumaba su segundo nueve del año. La diferencia entre ambos se reducía a la mitad. El acuerdo seguía en vigor pero cualquier otro fallo del italoamericano o un problema mecánico en su monoplaza podía significar echar al traste todo el trabajo de tres años.


Una situación que estaba cerca de producirse en el Gran Premio de Holanda. Los dos Lotus 79 dominaban otra vez, con lo que ya era poco menos que rutinaria facilidad. Primera fila negra y oro, con Mario por delante de Ronnie. Salida perfecta de ambos y ritmo imposible de seguir para el resto. Las curvas que surgen entre las dunas de Zandvoort parecían hechas a medida de las cualidades de un coche que disfrutaba más que ninguno otro con las secuencias de virajes enlazados. Con Andretti en cabeza y Peterson pegado a su estela, las vueltas se sucedían con monótona precisión… hasta que algo empezaba a sonar diferente en el dúo que abría la marcha. El motor del coche de Andretti emitía una nota discordante: se había roto uno de los intrincados terminales de escape que lo abrazaban para dejar paso libre al aire en los laterales. Por fortuna para Mario, el problema no empeoraba y, además, Ronnie también tenía sus propias preocupaciones con otro componente mecánico cuya posición y funcionamiento se había sacrificado en el altar de la máxima eficacia aerodinámica: los frenos traseros. Embutidos en la carcasa de la caja de cambios, para contribuir a la estrechez de la parte final del coche, tenían tendencia a sobrecalentarse y perder eficacia a medida que avanzaban las carreras. Más aún en un circuito con apenas una corta recta y tras un montón de vueltas rodando en el rebufo de su compañero.

Aún así, los dos Lotus aguantaban hasta el final y, pese a sus achaques, seguían fuera del alcance de sus rivales, rodando en perfecta formación hasta cruzar la línea de meta. Por octava vez en lo que iba de temporada, Chapman disfrutaba lanzando la gorra al aire a su paso bajo la bandera a cuadros. Era la cuarta vez que lo hacía para celebrar un doblete de sus extraordinarios 79… sería la última.

Evidentemente nadie lo podía siquiera imaginar aquella tarde de domingo en Holanda tras una carrera que aseguraba matemáticamente el título para Lotus. Quedaban veintisiete puntos en juego y el tercero en la tabla, Niki Lauda, estaba ya a veintiocho de distancia. Desde su victorioso debut en Zolder, los 79 habían ganado seis de las ocho carreras disputadas, y habían ocupado las dos primeras posiciones en cuatro de ellas. Pocas veces se había visto un dominio así en la Fórmula 1. Nunca en aquella década de los setenta, marcada por la igualdad mecánica y las constantes alternativas en el nombre de los pilotos y equipos ganadores.


Entonces, como si los dioses del motor no estuvieran contentos ante tal dominio, llegaba la carrera que tenía que ser el perfecto fin de fiesta y se convertía en el más cruel anticlimax posible para los protagonistas de aquella extraordinaria temporada. La gira europea del ‘Gran Circo’ se cerraba en su escenario más histórico, Monza. Y, por una vez, hasta los ‘tifosi’ eran felices aunque el título no lo fuera a conseguir un piloto de Ferrari. Al fin y al cabo, pese a que el líder del campeonato pilotaba un negro Lotus en lugar de un monoplaza rojo fabricado en Maranello, era ‘uno de los suyos’. No solo tenía nombre y sangre italiana, sino que había vivido sus mismas sensaciones desde esas tribunas y ‘peluosses’ que se disponían a abarrotar una vez más. A principios de los años 50, el joven Mario soñaba con ser campeón del mundo de Fórmula 1 mientras veía rodar el Ferrari de Ascari en el trazado milanés. Más de dos décadas después, cercano ya a cumplir los cuarenta, el sueño estaba a un paso de convertirse en realidad. Y si alguien le hubiese pedido entonces que eligiera en que lugar quería lograrlo la respuesta hubiera sido ¡¡¡Monza!!!

Por eso el desenlace era tan cruel. Porque, en efecto, Mario Andretti, el italiano convertido en ciudadano de los Estados Unidos, se consagraba como campeón del mundo de Fórmula 1 en el templo de la velocidad. Pero lo conseguía del peor modo que nunca hubiera podido imaginar, del único que jamás habría deseado. Una caótica salida provocaba un accidente múltiple que dejaba a su compañero, Peterson, atrapado entre las llamas del destrozado Lotus 78 que había tenido que usar tras dañar el 79 en el ‘warmup’. La rápida y valiente intervención de Hunt, Regazzoni y Depailler liberaba al piloto sueco de aquel infierno, del que salía vivo pero con las dos piernas destrozadas.

Con esas lesiones era evidente que Ronnie no iba a poder competir en lo que restaba de temporada, así que Mario ya era matemáticamente campeón fuese cual fuese el resultado de la carrera, que se reanudaba con otra confusa salida. El Ferrari de Villeneuve se movía antes de tiempo, imitado por el Lotus de Andretti, y los dos iniciaban un largo duelo por la victoria. Una pelea entre el nuevo ídolo de los ‘tifosi’, aquel joven canadiense cuya valentía y espectacular pilotaje se estaba ganando sus corazones, y el veterano campeón nacido en Italia, al que se sentían tan unidos como para perdonarle que tuviese la osadía de adelantar a un Ferrari, en Monza, a bordo de un coche cuyo color negro resultaba más siniestro que elegante en aquella oscura tarde de septiembre. Además, al final daba lo mismo. Aunque Andretti pasaba primero bajo la bandera a cuadros, seguido a apenas un par de segundos por Villeneuve, sus posiciones acabarían siendo la sexta y la séptima. Los dos se habían adelantado a la señal de salida y eran penalizados con un minuto. La victoria era para el tercero en cruzar la meta, ese Niki Lauda que muchos en las tribunas veían entonces como un traidor, por haber dejado la Ferrari tras proclamarse campeón justo allí doce meses antes.

Después de todo, el título era para Andretti en un día extraño, con su compañero postrado en una cama de hospital y tras conseguir una victoria que no era tal. Resultaba difícil sentirse feliz. A Mario le costaba celebrarlo, preocupado por su amigo y enfadado por lo que consideraba una injusta sanción. Desgraciadamente, lo peor esta aún por llegar. Por la noche surgían complicaciones en el estado de Peterson, que fallecía al día siguiente.

En muchas ocasiones triunfo y tragedia van unidos, sea en la guerra, los toros, el alpinismo o los deportes del motor. Pocas veces lo estarán tanto como en aquel fin de semana de Monza. El sueño de Andretti se había cumplido, era campeón del mundo de Fórmula 1, como Ascari. Pero el precio a pagar había sido muy alto. Perdía a su compañero y amigo a la vez que lograba su mayor victoria. Difícil imaginar un éxito de sabor más amargo.


Como si aquello fuera una especie de maldición, el final de temporada resultaba desastroso para Andretti y Lotus. La siguiente carrera era el segundo de los Grandes Premios a celebrar aquel año en Estados Unidos, el de la costa este en Watkins Glen. Mario quería ser el primer americano en lograr la victoria al volante de un Fórmula 1 en el circuito del estado de Nueva York. Y aunque lograba la ‘pole position’, un fuerte golpe en el ‘warm-up’ del domingo por la mañana dejaba a coche y piloto tocados. La carrera acababa convirtiéndose en un calvario para un dolorido Andretti al volante de un monoplaza que había perdido su equilibrio. Por una vez, la avería de motor que le obligaba a abandonar era más un alivio que un disgusto. Una ‘suerte’ que no tenía en Canadá, donde Mario se clasificaba peor que nunca en todo el año y acababa en una anónima décima plaza tras una accidentada carrera. El Gran Premio disputado en el nuevo circuito realizado en la isla de Notre Dame, en las afueras de Montreal, era dominado por su nuevo compañero de equipo para aquel fin de temporada, el francés Jean Pierre Jarier. El galo lograba la ‘pole’ y lideraba con claridad, hasta que una fuga de aceite, a pocas vueltas del final, le impedía conseguir la que hubiera sido última victoria del fabuloso Lotus 79.


Un coche tan fabuloso como para que, cuarenta años después de su campaña triunfal, siga siendo recordado como uno de los fórmula 1 más efectivos, influyentes y hermosos de todos los tiempos. Un diseño innovador y dominante, fruto de la mente de un genio, que contribuyó a convertir en realidad el sueño de infancia de un veterano piloto en una de las temporadas más memorables de la historia del automovilismo.