Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

UNA VENTANA AL PASADO

Stirling Moss en el Goodwood Revival del 1999.

El maravilloso Stirling Moss ya no está entre nosotros desde el 12 de abril del 2020. Veinte años antes de esta triste fecha tuve la inmensa fortuna de disfrutar en directo de una de sus últimas grandes actuaciones al volante, justo cuando acababa de cumplir los 70 años de edad. Fue en el Goodwood Revival del 1999 y comparto aquí con todos vosotros, como mi pequeño homenaje a su memoria, el relato de aquel día inolvidable, incluido en uno de las historias publicadas en 'Más allá de la línea roja'.

El sonido de la lluvia cayendo con fuerza sobre la grava que rodeaba la pequeña casa en la que me alojaba me despertó bien temprano aquel domingo de otoño del 1999. El sábado las nubes nos habían respetado, más allá de un par de chaparrones que apenas llegaron a durar unos minutos. Pero el día siguiente se presentaba más complicado en ese sentido. Cuando recorría de nuevo la estrecha carretera, que me llevaba al circuito por un atajo que me había explicado la dueña del B&B, los limpias del utilitario casi no daban abasto y el cielo estaba más que negro. Lo cubrían unas nubes de tormenta que parecían las que se tragaban el portaviones USS Nimitz en la película 'El final de la cuenta atrás' y lo enviaban al día del ataque japonés a Pearl Harbour, treinta o cuarenta años atrás.

Evidentemente, eso sólo pasa en las películas, pensaba yo cuando esa idea se me cruzaba por la cabeza, tal vez influenciado por ver un par de relámpagos al fondo mientras cruzaba esa especie de pasaje espaciotemporal que era la puerta del circuito de Goodwood. Ahí estaba otra vez en los años sesenta, fuese enviado por la tormenta o no.

Un par de horas después ya no estaba tan seguro de si el viaje en el tiempo era ficción o realidad.

Sucedía en la carrera reservada a los Fórmula 1 de la segunda mitad de los años cincuenta. Y la culpa de mis dudas la tenía sir Stirling Moss.

El ya septuagenario piloto se había clasificado en una modesta decimosexta plaza el día anterior. Lógico, pensaba, teniendo en cuenta que estaba peleando contra pilotos mucho más jóvenes, la mayoría en activo en competiciones de coches clásicos o actuales. Y, además, un buen número de ellos participaban al volante de monoplazas más modernos y competitivos que su Maserati 250F de 1956. Se trataba de la misma unidad con la que Moss había ganado el Gran Premio de Mónaco de aquel año, impecable en su color rojo con borde azul en el morro y grandes numerales blancos con el siete en el centro.

Más de cuarenta años después, Moss y el Maserati se alineaban de nuevo juntos en una parrilla de salida. Pero esta vez su posición estaba en una retrasada séptima fila de la formación compuesta por líneas alternas de tres y dos coches, al estilo de la época. Delante tenían una quincena de monoplazas, entre los que había varios Cooper T51 de finales de década, un esbelto Lotus 16, un perfilado Vanwall, unos cuantos voluminosos BRM, un par de potentes Ferraris y otro 250F con más pedigrí incluso que el de Moss. Era el Maserati de inconfundible morro amarillo con el que Fangio logró su última y más extraordinaria victoria: el Gran Premio de Alemania de 1957 celebrado en el temible Nürburgring.

Con un clima propio del infierno verde alemán se daba la salida a una carrera que seguía desde el exterior de la chicane, con buena visión tanto de la recta principal como de la última y la primera curva del trazado. Envueltos los viejos monoplazas en una nube de agua era difícil saber, viéndolos desde atrás, quien llegaba en cabeza a la rápida Madgwick, que resultaba más delicada de tomar sobre un asfalto totalmente encharcado. Pero sí me parecía apreciar que Moss, partiendo con gran precisión para evitar en lo posible el inevitable patinaje de las estrechas ruedas traseras, mientras buscaban adherencia sobre un piso resbaladizo como el cristal, había ganado alguna posición.

Y, en efecto, había adelantado ya unas cuantas plazas cuando lo veíamos aparecer apenas un par de minutos más tarde en el centro de un estirado grupo que lideraba el BRM Type 25 de todo un profesional de las carreras de clásicos, John Harper. Al líder le seguía de cerca Derek Bell al volante de uno de los Cooper T51 de motor trasero. El cinco veces ganador de las 24 Horas de Le Mans pilotaba el coche ideal para las condiciones del piso. Pero acusaba su larga inactividad y se las tenía que ver con pilotos habituales de este tipo de carreras, como el que le precedía y el que le seguía. Este era Willie Green, un auténtico especialista en domar aparatos tan delicados como el Maserati ex-Fangio, con el que ocupaba el tercer puesto.

Los tres iban abriendo hueco vuelta tras vuelta. Pero apenas nos fijábamos en ellos. Porque, en cada giro, el otro Maserati, el del morro azul, ocupaba una posición mejor. Ya se sabe que bajo la lluvia las diferencias mecánicas se diluyen y la clase sale a flote. Y, evidentemente, aun con setenta años recién cumplidos, Moss tenía clase para dar y regalar.

Pronto estábamos poco menos que hipnotizados ante su imparable progresión. Era un espectáculo tan extraordinario como increíble. Cuanto más llovía más cerca aparecía de los puestos de cabeza el Maserati número 7, guiado con maestría por el veterano piloto de impecable mono azul celeste e inmaculado casco blanco. Las gafas de aviador enmarcaban el gesto de relajada concentración en su rostro. Los brazos estirados controlaban el enorme volante de madera sin aparente esfuerzo, con movimientos rápidos y precisos.

En la frenada de Woodcote despachaba uno tras otro a los rivales que se iban encontrando en su camino, saludándolos con el famoso gesto de su mano levantada al pasar. Al salir de la chicane y acelerar en la recta, la trasera del 250F intentaba escaparse de su control pero siempre se encontraba con un eléctrico movimiento de volante que la devolvía a su sitio y le recordaba quién mandaba.

Todo aquello que habíamos leído sobre su pilotaje estaba ahí, ante nuestros ojos, como si no hubiese pasado el tiempo. O, mejor aún, como si nosotros hubiésemos viajado a su época para ver lo que, por haber nacido demasiado tarde, no habíamos tenido ocasión de disfrutar en directo. Porque, ¿era mi imaginación o en cada paso por meta veía menos arrugas en el rostro del piloto británico?

Parecía como si con cada puesto que ganaba se quitase unos cuantos años de encima y fuera capaz de rodar más deprisa, alcanzando antes a su siguiente víctima. ¿Y si la tormenta nos había llevado a la segunda mitad de los cincuenta? Porque no era posible que un septuagenario que el día anterior se había clasificado decimosexto estuviese ahora entre los diez primeros y avanzando a paso de carga en busca de un grupo de cuatro o cinco que le precedían y a los que recortaba metros a toda velocidad.

Sin saber muy bien en qué año estábamos, las siguientes vueltas pasaron como el torbellino que envolvía al portaviones en la vieja película de ciencia ficción. Ahí viene otra vez Moss, ya es octavo… ¡No! ¡Séptimo!, que acaba de pasar a otro en la frenada de Woodcote. Y entrando en Magdwick se mete por dentro y se pone sexto mientras saluda al atónito piloto al que acaba de adelantar con un interior de manual, controlando el deslizamiento del Maserati mientras hace que su morro apunte con decisión a la salida de la curva.

Otra vuelta más y ya es quinto. El cuarto está a tiro. Lo supera poco después, dejándolo atrás oculto en el agua que levantan los neumáticos traseros de su 250F.

¡Es la locura! Todos tenemos ojos sólo para él. Hasta el frío espectador noruego que me acompaña empieza a unirse también a mí y a otros muchos en los aplausos y vítores que dedicamos a cada paso del Maserati número 7 pilotado por ese joven de casco blanco y mono azul. Porque a esas alturas ya estoy seguro, he viajado en el tiempo y estoy viendo en acción al gran Stirling Moss en su mejor época.

Pero tal y como ocurre en la película, cuando los F14 Tomcat del moderno Nimitz están a punto de entrar en combate contra los Zeros de la flota imperial japonesa, un rayo en el horizonte nos devuelve a la realidad. O al tiempo actual, que es lo mismo. La carrera se acaba con John Harper cruzando la meta en la primera posición con el BRM Type 25. Tras él, a casi medio minuto, llega Derek Bell y su Cooper T51, seguido de cerca por el Maserati de Willie Green. Y a continuación vemos aparecer de nuevo, entre el agua en suspensión que cubre la recta de Lavant como una neblina, el morro azul del 250F número 7 con el piloto del casco blanco al volante. En sus mejillas han vuelto a aparecer las arrugas, pero en su rostro se dibuja una sonrisa cuando cruza cuarto, saludando, bajo la bandera a cuadros.

La ovación es de gala y hasta el cielo parece unirse a ella. Poco después deja de llover, las nubes ya han hecho su trabajo. La tormenta nos ha abierto una ventana al pasado por la que nos hemos asomado, durante unos minutos inolvidables, para ver algo que hasta entonces sólo habíamos podido recrear en nuestra imaginación a base de leer viejas crónicas de carreras celebradas años antes de haber llegado a este mundo.