Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

EL PRIMER AMOR DEL CABALLERO ANDANTE

24 horas de Le Mans 1939: Rob Walker y su Delahaye.

Al joven caballero le gustaba la velocidad hasta cuando no tenía prisa. Aquel día de invierno, a principios del año de 1939, caminaba a paso ligero cuando se detuvo de repente. Nunca había visto nada tan bello. Es como una aparición, como un sueño.

Queda parado en medio de la ancha acera de Park Lane, hipnotizado, incapaz de apartar su mirada. No hay duda. Es un flechazo. Se ha enamorado y decide que aquella hermosura tiene que ser suya.

Ciertamente no es una belleza convencional, pero posee ese encanto que parece exclusivo de las criaturas nacidas en Francia. Eso tan indefinible que por allí llaman ‘charme’. Un ‘je ne sais pas quoi’ que seduce de modo irracional. El brillante azul de su vestimenta es el único atisbo de ese color en un día tan gris y típicamente londinense como el que está iniciándose aquella mañana invernal. Sus formas relucen iluminadas por la poca luz que consigue filtrarse entre las espesas nubes que cubren el cielo. Su porte es, a la vez, elegante y provocador. Y no hay duda de que su personalidad tiene que ser decidida y su carácter indomable y hasta algo caprichoso.

Lograr conquistar a una dama así sería una misión ardua incluso para un muchacho galante, bien parecido y de buena familia como es Rob. Por fortuna, el objeto del ardiente deseo que acaba de encenderse en el joven escocés no es una hermosa mujer si no algo material que se puede conseguir sólo con dinero. Esa belleza azul que le acaba de cautivar es un muy especial coche deportivo, un Delahaye 135S. Será caro, no hay duda. Pero eso no debe de ser problema para un descendiente de los propietarios del afamado whisky Johnnie Walker.


Sin embargo, ni siquiera la generosa asignación anual que recibe de su familia, para los gastos durante su último curso en la universidad de Cambridge, alcanza para cubrir el coste de un vehículo tan exclusivo. Su propietario, el conde Heyden, representante de la marca francesa en Inglaterra, pide 400 libras, 40 más de las que puede reunir Rob aunque se prive de cualquier otro dispendio. La enorme decepción que se refleja en el rostro del joven al conocer el precio demuestra bien a las claras lo mucho que desea adquirir el coche. Toda una señal para el avispado vendedor, que le ofrece pagarlo a plazos. Es la solución perfecta. En unos minutos sellan el trato con un apretón de manos y aquella joya tiene un nuevo y apasionado propietario después de un año en poder del negociante aristócrata de misterioso origen europeo.

Igualmente noble pero aún más distante era el origen de la estirpe a la que pertenecía su anterior dueño. Procedía del muy lejano oriente pero su presencia era habitual tanto en la alta sociedad británica como en el mundillo de las competiciones automovilísticas. Sus coches de carreras, azules con detalles amarillos, se distinguían por el curioso emblema de su escudería, un pequeño ratón blanco. En la carrocería solía aparecer también una bandera de líneas horizontales, dos rojas, dos blancas y una azul. Era la enseña del reino de Siam. Se llamaba Birabongse Bhanudej Bhanudandh aunque nadie era capaz de pronunciar sin error tan largo nombre y todos los conocían como el Príncipe Bira. Su primo, el Príncipe Chula, dirigía el equipo y fue realmente quien adquirió el Delahaye a principios del 1937 para sustituir sus ya veteranos ERA, famosos tanto por su distintiva decoración como por su curioso apelativo, ya que los habían bautizado ‘Rómulo’ y ‘Remo’.


Con el talentoso Bira al volante, el Delahaye consiguió su primera victoria al imponerse en las 12 horas de Donnington, carrera en la que el rápido piloto asiático hizo equipo con un buen conocedor del circuito, el británico Hector Dobbs. Un triunfo que no tuvo continuidad porque la muy especial criatura de origen francés era tan competitiva como delicada. Algo que ya había empezado a demostrar desde su estreno un año antes, en el Tourist Trophy de Belfast, cuando su primer propietario, el piloto privado británico Tom Clarke, llegó a batir el record de vuelta al rapidísimo circuito de Ards antes de que problemas de encendido le obligaran a abandonar.

El carácter complicado del Delahaye acabó llevando a Bira a vendérselo al conde Heyden, que lo hizo correr en manos de varios pilotos durante la temporada del 1938 antes de exponerlo a final de campaña en su concesionario londinense de Park Lane. Un breve reposo en su agitada vida de atleta, ya que el nuevo y entusiasta comprador, Rob Walker, enseguida devuelve a la acción a la belleza azul. Lo hace, además, con éxito, ya que se apunta un par de victorias en el circuito de Brooklands, el epicentro de la actividad del motor inglesa. Otro triunfo llega con un retorno a sus mandos del Príncipe Bira, que lo conduce para Walker en el técnico trazado de Crystal Palace, en la capital británica.

Entonces, el espíritu aventurero del joven Walker le lleva a afrontar un reto mucho más ambicioso que competir en carreras de corta duración en las pistas de su país… ¡participar en las 24 horas de Le Mans! Al fin y al cabo, dos Delahaye 135S como su reciente adquisición ocuparon las dos primeras posiciones en la edición del año anterior. Una muy positiva señal de que la dura prueba está a su alcance, al menos en lo que a resistencia de la mecánica se refiere. Otra cosa será medirse con los potentes equipos oficiales que lucharán por la victoria. Nada que preocupe a Rob en todo caso, su mentalidad es la del típico deportista amateur británico y se basa en disfrutar y pasarlo lo mejor posible.


Le acompaña en la aventura Ian Connell, un piloto mucho más experimentado en competiciones de primer nivel como la gran carrera francesa. Nacido 26 años antes en Singapur, de padre escocés y madre australiana, Connell, lleva ya varias temporadas participando en pruebas de todo tipo, tanto en Gran Bretaña como en lo que los ingleses suelen denominar ‘el continente’ para dejar claro que el suyo es un mundo aparte del resto de Europa. Además, habla francés, idioma que aprendió durante una estancia en Versalles previa a su ingreso en el prestigioso Caius College de Cambridge allá por el 1934. Y, ‘last but not least’ (por último pero no por ello menos importante), que dicen los británicos, está deseando ponerse al volante de ese coche azul que le costó tener que pagar una cara cena en el restaurante del lujoso hotel Berkeley Arms.

Fue el resultado de una apuesta perdida el año anterior ante el Conde Heyden, propietario entonces del Delahaye. Connell lanzó desde las páginas de la publicación especializada ‘Autosport’ el reto de competir contra su Darracq en el circuito de Brooklands. El ganador sería aquel que lograse un mejor tiempo en la suma de cinco vueltas a las variantes ‘Campbell’ y ‘Mountain’ de la pista. Dos trazados de características muy diferentes, más largo el primero con su vertiginosa curva peraltada, más corto el segundo con frenadas más fuertes. Heyden aceptó el desafió y apostó una cena que Connell pensó iba a ganar con facilidad ya que, si bien el deportivo francés era más competitivo que su Darracq, el conde no era un piloto de primer nivel.


Mapas de las variantes ‘Campbell’ y ‘Mountain’ del circuito de Brooklands (foto Brooklands Museum www.brooklandsmuseum.com

Su sorpresa fue que al volante del 135S no apareció su propietario si no uno de los mejores especialistas del circuito de Brooklands, Arthur Dobson, que superó a Connell en el cómputo total de las dos carreras y permitió al avispado noble de origen europeo ganar la apuesta. Pese a la triquiñuela de su oponente, Connell asumió con deportividad la derrota y no terminó enfadado con el vencedor del desafío. Además, el desenlace tuvo efectos positivos después de todo. Unos meses más tarde, por medio de Heyden, se embarcó en el viaje a las 24 horas de Le Mans con el joven Walker y ese Delahaye que le había costado un buen montón de libras en suculentos manjares y caras bebidas. Un precio barato, en todo caso, porque la cena fue deliciosa y le acabó abriendo la puerta a la muy deseada ocasión de volver a participar en la gran carrera francesa, con la que tiene una cuenta pendiente después de su fugaz debut de cuatro años antes, cuando el embrague de su Singer le traicionó después de sólo diecisiete vueltas.

Mayor si cabe es el deseo de competir en el circuito de La Sarthe para Walker. Soñaba con tomar parte en la carrera desde que, cuando todavía era un chaval, devoraba con avidez todos los relatos sobre los triunfos de los ‘Bentley Boys’ en la famosa prueba de 24 horas, dominada por los poderosos deportivos británicos en la segunda mitad de los años veinte. Entonces, los conocidos como ‘camiones más rápidos del mundo’, por su gran velocidad pese a su enorme tamaño, vencieron de forma consecutiva en las ediciones disputadas entre 1927 y 1930. Cuatro triunfos protagonizados por un grupo de pilotos, encabezados por el carismático Woolf Barnato, que calaron hondo en la imaginación de Rob. Pensar que, por fin, iba a poder emular a sus ídolos, aunque no fuera luchando por la victoria, era ya todo un triunfo para el joven escocés.


Porque, evidentemente, para un equipo amateur con dos debutantes, pensar en la victoria es utópico por mucho que su coche sea competitivo. Del total de 42 vehículos inscritos, al Delahaye de Walker y Connell se le asigna el número 20 en una lista que encabeza el Bugatti oficial de Jean-Pierre Wimille y Pierre Veyron. El retorno con equipo de fábrica de la prestigiosa marca, dos años después de su victoriosa participación del 1937, entonces con Wimille acompañado por Roger Benoist, es todo un acontecimiento para los aficionados franceses, que acogen con entusiasmo el regreso del aparatoso deportivo, conocido como ‘el tanque’ por su tan envolvente como maciza y no especialmente estética carrocería aerodinámica.

El 57C (esa es su denominación oficial) de Ettore Bugatti es la punta de lanza de la industria gala, aunque con una sola unidad no se pueda permitir fallos ni problemas. Más numerosos son los Delahaye, con un total de ocho 135S entre los que se mezclan los privados como el del entusiasta dúo británico con los de poderosos equipos como la ‘Escudería Francia’, que busca repetir el doblete del año anterior. Su equipo estrella lo forman uno de los ganadores entonces, Chaboud, y uno de los que terminaron en segunda posición, Giraud-Cabantous. Las esperanzas locales también están puestas en los dos Delage de motor tres litros pilotados por los franceses Gerard-Monneret y el dúo franco-suizo que forman Loyer y Hug.


Portada del programa oficial de las 24 horas de Le Mans del 1939 con las banderas de los países representados en la prueba

Otra marca gala, Talbot-Lago, presenta una nutrida y multinacional escuadra de seis coches que dirige un dos veces ganador de la prueba, el italiano Luigi Chinetti, piloto además de uno de los potentes T26 de motor cuatro litros y medio haciendo equipo con el británico ‘TASO’ Mathieson. Otro doble ganador en liza es el belga Raymond Sommer, que comparte el volante del novedoso Alfa Romeo 6C 2500SS de llamativa carrocería cerrada con un viejo conocido de Walker, el Príncipe Bira de Siam. El coche italiano llega de milagro a tiempo de tomar parte en la prueba a causa del mal tiempo en los Alpes que complica su largo viaje desde Milán.

Menos problemático es el traslado de los equipos ingleses, entre los que destaca especialmente la poderosa formación de Lagonda, con dos modelos de la nueva creación de W.O. Bentley, el V12 de motor 4.5, para Arthur Dobson-Charles Brackenbury y el aristocrático dúo que componen Lord Selsdon y Lord Waleran.


Dada la tensa la situación política que se vive por esas fechas, la presencia de los alemanes de BMW despierta a la vez expectación y recelo. Pero, dejando a un lado por unos días la creciente preocupación ante el posible estallido de una guerra que lleva tiempo amenazando con producirse, los germanos y su trío de pequeños pero muy bien preparados 328 de motor dos litros son bien acogidos. Uno está equipado con carrocería tipo ‘touring’ (cerrada) y los otros dos son del modelo ‘sport’ (sin techo).

Todos los vehículos son sometidos al obligatorio pesaje y las correspondientes verificaciones técnicas en el ‘Halle aux Toiles’, que cambia por un par de días su intensa actividad de mercado textil por otra no menos bulliciosa en la que se mezclan las conversaciones en diferentes idiomas entre pilotos, responsables de equipos, comisarios y organizadores.


Para el pequeño equipo de Walker y Connell son días de emoción y nervios que pasan volando mientras disfrutan de la hospitalidad que los habitantes de Le Mans otorgan cada año a los equipos británicos, siempre numerosos y bien recibidos, especialmente por los establecimientos hosteleros, en los que se dejan cada día una buena cantidad de francos en comida y, sobre todo, bebida. El ambiente es festivo y las jornadas de entrenamientos nocturnos en el circuito hacen que ya se duerma poco incluso antes de que de comienzo la larga carrera de 24 horas de duración.


El sábado es el gran día y llega volando. Comienza con una preciosa mañana que anuncia el ya inminente verano. El cielo está despejado, apenas salpicado su intenso celeste por algodonosas nubes altas. Minutos antes de las cuatro de la tarde se van situando en la recta principal los cuarenta y dos vehículos. Se alinean en paralelo, siguiendo la ya clásica formación de ‘espina de pescado’, en el lado que ocupan los boxes. Enfrente están las tribunas, abarrotadas de espectadores. Y delante de los entusiastas aficionados, que están separados de la pista por un tupido seto y una valla de madera cuyos listones lucen recién pintados de blanco, esperan impacientes los pilotos que van a tomar la salida. Apenas si pueden mantener quietos los pies dentro del pequeño círculo pintado en el asfalto sobre el que se mueven sin parar. Dentro figura el número de su coche, que les aguarda a unos pocos metros de distancia, mudo e incitante.

El orden en que están situados vehículos y pilotos es el de la lista de inscritos, que abre con el 1 el inconfundible Bugatti ‘Tank’. Su azul francés es el color que predomina en la larga formación que se extiende a lo largo de toda la recta, salpicada de los diferentes tonos de verde de los modelos británicos, del blanco de los alemanes y del rojo del solitario Alfa Romeo italiano.

Desde el box marcado con el número 20, el joven Walker observa con una mezcla de excitación y nerviosismo como su compañero se apresta a partir. Aunque le hubiera encantado ser él quien iniciara la carrera, la mejor opción para esos siempre frenéticos instantes iniciales es el más experimentado Connell. Ya ha participado en Le Mans y además sabe lo que es compartir pista con los mejores, no en vano el año anterior estuvo en la misma parrilla de salida que los ases de Auto Union y Mercedes en el Gran Premio de Gran Bretaña celebrado en Donnington. Y aunque su ERA R6B no tenía nada que hacer antes las rutilantes flechas plateadas que dominaron por completo la carrera, con el fabuloso Tazio Nuvolari a la cabeza, el determinado escocés no cejó en su empeño y terminó en una meritoria octava posición.

Cuando quedan unos segundos para que las manecillas de los relojes marquen las cuatro en punto, se hace un silencio prácticamente absoluto en el hasta ese instante bullicioso circuito. Todas las miradas se dirigen a la figura del director de carrera, el muy respetado Charles Faroux, que sostiene en sus manos la bandera francesa. Con un gesto serio la levanta, la mantiene sobre su cabeza unos instantes que parecen eternos y finalmente la deja caer. En cuanto la enseña tricolor empieza su movimiento descendente los pilotos parten a la carrera hacia los coches. El sonido de sus apresurados pasos sobre el asfalto queda cubierto enseguida por los vítores de la multitud. Y ambos son rápidamente superados en intensidad por el estruendo que producen los primeros motores al arrancar.


Salida de las 24 horas de Le Mans del 1939

El más rápido en alcanzar su vehículo y ponerlo en marcha es un viejo conocido de Connell y Walker, ese Arthur Dobson que el conde Heydon utilizó como ‘arma secreta’ en la apuesta de Brooklands unos meses antes. El verde brillante de su poderoso Lagonda pasa por delante del Bugatti justo cuando Wimille ya ha empezado a avanzar seguido por el Talbot de Chinetti. El diminuto italiano pronto supera al francés y se lanza a por el británico, al que rebasa al final de la larga recta, en la exigente frenada de Mulsanne. El coche celeste con el número 3 en su radiador y laterales es el primero que ven aparecer los espectadores de la tribuna de recta apenas cinco minutos después del emocionante momento de la salida.

El ritmo es frenético y enseguida se distancian cuatro coches. Al trío que partió en cabeza se une pronto, pasando además a ocupar el liderato en la tercera vuelta, el Delage de Louis Gerard, que se ha abierto paso a través del grupo desde la posición en mitad de la formación de salida que le otorgaba su número 21, justo detrás del Delahaye de Connell. La marcha del escocés es más tranquila, consciente de que su guerra no es la de los que luchan por la victoria absoluta. El objetivo es terminar y para ello no hay mejor táctica que cuidar la mecánica y no forzar desde el principio. Tiempo habrá de apretar más adelante si se presenta la ocasión de conseguir un buen resultado.

Esa esperanza ya se ha desvanecido para varios de los participantes tras apenas unos pocos minutos de carrera. El aparatoso Adler germano de perfilada carrocería cerrada no dura más que seis vueltas, dos más que uno de los pequeños Singer, fuera de combate ya tras sólo cuatro giros al duro trazado de casi trece kilómetros y medio de longitud. Poco después de superarse las dos horas de carrera, dos de los Simca de motor FIAT 1,1 se salen casi a la vez. El del equipo femenino formado por Anne-Cecile Rose-Itier y Suzanne Largeot vuelca aparatosamente en la curva de Arnage cuando al volante está la primera de ellas, que sale del lance aturdida y contusionada. El que Jean Breillet comparte con Albert Debille termina fuera de pista en el viraje que sigue a la recta de boxes después de una larga derrapada que su piloto no puede controlar. En ambos casos la pérdida de adherencia para los pequeños coches franceses se debe al aceite vertido en esa zona de la pista por el Talbot de Tremoulet, cuyo motor acabar cediendo algo más tarde a causa de la imparable hemorragia de lubricante.

Tampoco hay ya opciones de victoria para el Alfa Romeo aunque sigue en competición. Sommer ha perdido mucho tiempo debido a problemas de motor que no se resuelven con un cambio de bujías y le obligan a rodar a ritmo lento hasta acabar deteniéndose en boxes durante una hora para sustituir la junta de culata. Cuando la larga reparación se completa toma el relevo el Príncipe Bira, que lo ha pasado mal en los entrenamientos a causa del intenso calor que genera la carrocería cerrada del coche milanés. Un problema que sus mecánicos esperan haber resuelto con la instalación de un ventilador dentro del sofocante habitáculo. De todas formas, sus posibilidades de un buen resultado ya se han esfumado y aunque seguirán en carrera hasta la mañana siguiente, ni siquiera tendrán el consuelo de terminar ya que la frágil mecánica del bonito modelo italiano acabará cediendo por completo.


Mientras tanto, el Delahaye número 20 continúa rodando con gran regularidad en manos de Connell. El plan es que el piloto más experto del equipo complete las primeras cuatro horas de carrera antes de ceder el volante a su joven compañero y propietario del vehículo. El turno de debutar en Le Mans para Walker será, por tanto, a las ocho de la tarde. Una cita a esas horas con una belleza como su preciada criatura francesa requiere un atuendo adecuado. Así que Rob se viste para la ocasión con camisa blanca recién planchada, corbata oscura y un elegante traje a rayas de los que usa para salir otros sábados en Londres. Sólo las gafas de aviador desentonan en su imagen del perfecto caballero inglés que no deja entrever sus sentimientos y procura no delatar nerviosismo mientras espera ansioso el momento. Finalmente, Ian se detiene delante de su box y le cede el puesto. El tan deseado instante de debutar en las 24 de Le Mans ha llegado.

El joven Walker se acomoda sin prisa en el asiento de cuero, acaricia con suavidad el volante y pulsa el botón de arranque. La mecánica le saluda con un sonido rotundo y urgente que es toda una invitación, desea que comience esa cita tanto o más que él. Es el momento de partir. Rob aprieta con firmeza el botón del preselector del cambio situado en el salpicadero metálico, toda una ventaja para su mano izquierda, ya que unos días antes ha sufrido un doloroso corte en un dedo que hubiera hecho más duro manejar una palanca de cambios. Además, una vez en movimiento, la caja de cambios Cotal de accionamiento electromagnético que equipa el Delahaye ofrece la comodidad adicional de no requerir obligatoriamente que se pise el embrague para subir o bajar marchas, si se maneja con cuidado basta con levantar ligeramente el pie del acelerador para no forzar en exceso el complejo mecanismo.

La aguja del enorme cuentavueltas que preside el angosto habitáculo enseguida alcanza la indicación de las 2500 revoluciones por minuto mientras la nota que emiten los escapes del seis cilindros en línea sube un par de octavas y los primeros metros de pista van quedando atrás. La vuelta se inicia con la sección añadida siete años atrás para sacar definitivamente la carrera de las calles de la ciudad. El puente Dunlop es la puerta de entrada a las rápidas eses, que la sensible dirección y el amplio radio del volante permiten superar sin apenas esfuerzo. A continuación llega la veloz y técnica ‘Tertre Rouge’, primera curva en la que Rob experimenta el placer de inclinarse hacia el interior del viraje y ver como los altos y estrechos neumáticos delanteros se retuercen en busca de agarre mientras trabajan sin descanso las ballestas de la suspensión.


Más placentera aún es la sensación en la larga recta, con el viento que silba sobre el pequeño parabrisas agitando sus cabellos mientras el motor se estira hasta las 3000 vueltas y su sonido se convierte en toda una sinfonía. Durante unos instantes tal parece que el coche está como suspendido en un infinito hecho de árboles moviéndose a toda velocidad a sus lados. Es un efecto sorprendente, casi hipnótico, del que más vale despertar en cuanto se atisba el leve giro hacia la derecha que describe la carretera en la parte que lleva al abrupto cruce de 'Mulsanne'. Dos pulsaciones al botón del cambio avisan a la caja de las dos marchas a reducir mientras un fuerte pisotón al pedal del freno disminuye la velocidad desde alrededor de 190 por hora a poco más de 30 y un decidido giro del volante hace apuntar el elegante morro hacia el interior del cerrado viraje de derechas. La estilizada zaga amenaza entonces con seguir recta pero un firme gesto de las manos sobre el fino aro que controla las ruedas delanteras evita que las traseras vayan más allá.

Superado el escollo llega otra zona que se recorre a toda velocidad antes de alcanzar la nada fácil curva de Indianapolis, que debe su nombre al piso de ladrillos similar al de la famosa pista norteamericana. Las suspensiones del Delahaye absorben como pueden las irregularidades de la superficie, que se transmiten en forma de fuertes vibraciones al cuerpo de Walker. Un traqueteo que parece amenazar con hacer pedazos tanto máquina como hombre pero que, por fortuna, apenas dura unos segundos. De todas formas, no hay tiempo para relajarse porque justo a continuación llega el cerrado viraje de 'Arnage', uno de los puntos más delicados de la pista como bien le recuerda a Rob el abollado Simca del equipo femenino que yace abandonado en su interior. Es la última curva lenta del trazado pero no la última difícil. Poco después, con el coche de nuevo en la marcha más alta y los escapes rugiendo cerca del límite de vueltas del motor, está la delicada sección de ‘Maison Blanche’. Es una parte engañosamente rápida porque se va casi tan deprisa como en las rectas pero la componen un par de leves enlazadas en la que hay que hilar muy fino para no perder control. Hacerlo supondría acabar sin remedio contra el talud que bordea la carretera, con el riesgo añadido de rebotar y volver al asfalto desencadenando un desastre en forma de accidente múltiple como el que en la edición de un par de años antes le costó la vida a dos pilotos.

Después ya se atisban al fondo las banderas que adornan las tribunas y enseguida el joven Rob completa su primera vuelta de carrera en Le Mans. Han sido poco más de seis minutos que se le han pasado volando entre la emoción de las nuevas sensaciones y los nervios del debut en la famosa carrera al volante de su Delahaye. Es como el primer baile en el más fastuoso salón con la bella dama largamente anhelada, cuando no quieres que la música deje de sonar para seguir sintiéndola entre tus brazos.


Un deseo que se cumple, porque la música que emite el seis cilindros en línea no para. Sigue sonando rítmica y embriagadora mientras se suceden muchas más vueltas en las siguientes cuatro horas. Cada giro es diferente aunque el trazado sea el mismo. Va cambiando la luz, a medida que el sol se empieza a poner al fondo de la larga recta de 'Mulsanne', haciendo que las sombras de los árboles que bordean la pista sean cada vez más alargadas. Va cambiando el estado del asfalto, cada vez más sucio por restos de aceite o agua vertidos por motores averiados; por arena procedente de los taludes a causa del impacto de coches que se han salido del circuito; por tierra de las cunetas que acaban en la pista arrastrada por alguna rueda que ha pisado un poco más allá de las líneas blancas que la delimitan. Va cambiando el tráfico de vehículos rivales, con el doble peligro de encontrarse de pronto a uno más lento justo a la salida de un viraje o de ser alcanzado por uno más rápido sin haberse dado cuenta de su llegada. Adelantar y ser adelantado, saber cuando ceder y cuando resistirse, es otra de las grandes dificultades de una carrera tan compleja, en la que se mezclan coches de muy diferente potencial y pilotos con talento tanto o más dispar.

Mientras Walker sigue disfrutando de su primer turno al volante del Delahaye, que ocupa una tranquila posición a mitad de tabla, la lucha por el liderato continúa siendo cerrada. El ritmo de los cuatro coches de cabeza es frenético y el record de vuelta rápida establecido en la edición del 1937 por Benoist con el Bugatti ganador en 5’13” ya ha sido batido apenas superadas las dos horas de carrera por el 5’12”1 logrado por Mazaud con el Delahaye número 15. Un crono que se produce durante su persecución al Delage de Gerard, al que supera para situarse al frente de la clasificación.

El primer puesto va cambiando de manos a lo largo de la tarde entre ellos dos y el Talbot de Chinetti, con el Bugatti de Wimille siguiéndoles de cerca. El piloto del único coche de la marca de Molshein no quiere forzar el propulsor montado a toda prisa la víspera con piezas de recambio después de que el motor original se rompiera en los entrenamientos. Pero el potencial del ‘Tank’ es suficiente para, sin exprimirlo a tope, permitirle mantenerse a una vuelta del trío que le precede cuando se cumple el primer cuarto de carrera. La clasificación a las seis horas muestra al Talbot de Chinetti-Mathieson el primero con 65 vueltas completadas, seguido a poco más de veinte segundos por el Delahaye de Mazaud-Mongin y el Delage de Gerard-Monneret separados por apenas dos segundos.


El Bugatti ‘Tank’de Wimille y Veyron en la curva de Mulsanne

Son las diez de la noche y la oscuridad ya hace rato que se ha adueñado del circuito más allá de la iluminada zona de tribunas y algunos puntos con focos aquí y allá, como en Arnage, donde una tienda alumbrada por lámparas de gas ofrece bebida y calor a los espectadores que siguen despiertos a pie de pista. En el resto del recorrido la única luz es la que proyectan los faros de los coches que siguen rodando sin parar salvo cuando han de detenerse en boxes para sustituir neumáticos, cambiar de piloto o, lo menos deseado, verse obligados a hacerlo a causa de una avería que requiere una reparación o, peor aún, obliga a abandonar.

Aunque lo más temido en esos momentos de penumbra es sufrir un accidente, causado tanto por la falta de visibilidad como por el cansancio. Cualquiera de los motivos puede ser el que termina con el Delahaye de Belle-Croix fuera del asfalto al inicio de la recta en mitad de la noche. Nadie sabe muy bien porqué pero el caso es que el piloto hace una brusca maniobra en la que roza con los árboles del exterior para, a continuación, iniciar un interminable trompo que acaba con el coche desapareciendo entre la vegetación con la fortuna de no golpear ninguno de los duros troncos. Comparado con el impacto seco que eso hubiera supuesto, acabar volcando en el jardín de una casa cercana es el desenlace menos malo y, aunque herido, el piloto sobrevive a un terrorífico lance que pudo haberle costado mucho más caro.

Antes de que eso ocurriera, hace un ya buen rato que Walker está dormitando lo que puede en el box después de haber entregado a las doce de la noche el Delahaye a su compañero Connell como estaba previsto. Su estreno en el circuito de La Sarthe ha sido de lo más satisfactorio y se va a descansar con una amplia sonrisa en el rostro y el deseo de que las cuatro horas de su compañero al volante transcurran sin incidentes. Porqué en una carrera como esta cualquier cosa puede ocurrir en el momento menos pensado.

De hecho, algo más de dos horas después se produce el primero de los habituales golpes de teatro que hacen de Le Mans una competición tan especial e imprevisible. Desde boxes se aprecia como un coche se acerca en la oscuridad envuelto en llamas. Es el Delahaye de Mazaud, que ha visto con horror como después de ‘Maison-Blanche’ se iniciaba un incendio en el motor. A duras penas consigue alcanzar la recta y se detiene ante la posición del equipo Talbot, cuyos mecánicos sofocan el fuego mientras el piloto salta a tierra escapando del infierno en que se ha convertido el habitáculo. Al menos no sufre quemaduras de gravedad pero los daños en el coche son cuantiosos y el abandono de uno de los equipos que luchaban por la victoria resulta inevitable.

La retirada del Delahaye deja en trío la lucha por el primer puesto. A las doce horas de competición lo ocupa el Delage de Gerard-Monneret, seguido a menos de una vuelta por el Talbot de Chinetti-Mathieson y a poco más de un giro por el Bugatti de Wimille-Veyron. A un par de vueltas les sigue otro Delage, el de Loyer-Hug, mientras que los demás equipos ya están bastante más lejos, con el quinto clasificado, el Delahaye de Contet-Brunet, a siete vueltas del líder. A quince rueda el Delahaye número 20, que Connell ha llevado hasta la undécima posición, en lucha por un puesto entre los diez primeros con dos de los pequeños pero muy eficaces BMW germanos, el de carrocería cerrada que el Príncipe Von Schambourg comparte con Fritz Wencher y el de carrocería abierta de Ralph Roese y Paul Heineman.


Pero cuando Connell llega a boxes a las cuatro de la mañana para dejar el coche de nuevo en manos de Walker apenas si puede caminar al descender del vehículo. Y no es por el lógico agotamiento físico y mental que supone pilotar cuatro horas seguidas en plena noche. La causa es que tiene dolorosas quemaduras en los pies producidas por una grieta en el sistema de escape, cuyos ardientes gases están calentando hasta límites insoportables el suelo del habitáculo. El problema no se puede reparar con los pocos medios que el equipo tiene en el circuito y el estado en que están los pies del piloto escocés desaconseja por completo que se vuelva a subir al coche en lo que queda de carrera. Faltan todavía doce horas para la conclusión de la prueba, así que la suerte del Delahaye número 20 parece echada. Con un solo piloto disponible, que apenas tiene experiencia además, el abandono se antoja poco menos que seguro. Pero Walker no es de los que se rinden fácilmente. Es obstinado y decide que no han llegado hasta ahí para dejar el sueño a la mitad. En su equipaje tiene unos zapatos de gruesa suela de soga, los moja en agua fresca, se los pone y se sube al coche dispuesto a seguir adelante hasta el final.

En esas condiciones, su primera noche pilotando en las 24 horas de Le Mans es aún más difícil de lo previsto pero no por ello deja de disfrutarla. El cielo estrellado y el brillante halo de la luna nueva contribuyen al ambiente mágico y casi irreal que ofrece el circuito en la oscuridad. El calor que desprende el suelo del coche casi se agradece al principio, aunque a medida que van pasando las vueltas se hace más intenso. Pero, por fortuna, la que parecía desesperada solución de los zapatos mojados funciona mejor de lo que se podía pensar y Walker completa vuelta tras vuelta sin descanso. El sueño no le vence porque se siente más despierto y vivo que nunca. Tanto que las horas le pasan volando. Pronto empieza a ver como asoma el sol más allá del arco del puente Dunlop y la luz de otro hermoso día de verano comienza a iluminar el circuito. Las negras siluetas de los árboles que tan amenazadoras podían resultar por la noche son de un verde cada vez más resplandeciente y la luz del astro rey pronto hace innecesarios los focos de los coches y de los bordes de la pista.

El amanecer que Walker recibe con alegría no lo ha podido gozar de igual modo su compatriota Mathieson. El compañero de Chinetti en el mejor situado de los Talbot se ha pasado un buen rato tratando de sacar el pesado T26 de un profundo banco de arena. Se quedó atascado en el que hay en 'Tertre Rouge' para detener los coches que se salen de la pista en el punto en que se unen la nueva sección del circuito con la vieja carretera general que va a Tours. La causa del incidente fue un reventón por lo que, tras conseguir por fin liberar el vehículo de la trampa de arena, ha tenido que sustituir la rueda dañada, perdiendo otra eternidad. Un esfuerzo baldío, además, porque tras conseguir reemprender la marcha, pensando no ya en la victoria si no en, al menos, terminar la carrera, objetivo que en Le Mans es un triunfo en si mismo, la mecánica le traiciona al final de la recta y no tiene más remedio que detenerse definitivamente en el cruce que, en Mulsanne, saca el circuito de la ruta nacional.

La retirada del Talbot deja reducido a dos el grupo de los que siguen aspirando a ganar, el Delage de Gerard-Monneret y el Bugatti de Wimille-Veyron. Un dúo que da la impresión de deshacerse cuando el ‘tanque’ alsaciano llega cojeando a boxes. Se ha roto una llanta y entre el tiempo perdido rodando a paso lento desde que se produjo el problema hasta que alcanzó la posición donde sus mecánicos le esperan ansiosos y el que transcurre mientras estos montan una nueva rueda, pasan diez interminable minutos. Es el equivalente a casi dos vueltas. Son alrededor de 25 kilómetros de distancia que parecen imposibles de recortar en las menos de cuatro horas que faltan para el término de la competición.

Cualquiera se daría por vencido y se conformaría con terminar en la segunda posición. Pero Wimille no es cualquiera. A determinación y valor no le gana nadie, como pronto tendrá ocasión de demostrar, muy a su pesar, en circunstancias mucho más trascendentales y peligrosas que una competición automovilística, por importante y arriesgada que sea la que se disputa en Le Mans. El futuro héroe de la Resistencia ante los nazis retorna a la pista y empieza a rodar en torno a tres segundos por vuelta más rápido que el Delage de cabeza. De todas formas, las cuentas no salen. A ese ritmo podrá recuperar en torno a media vuelta, como máximo una. Insuficiente para alcanzar y superar al líder salvo que tenga algún problema.

Pero nadie está a salvo de problemas en una carrera tan larga y exigente. A las doce del mediodía, cuando el sol brilla en todo lo alto, ya han transcurrido veinte horas de competición y restan sólo cuatro, el Delage número 21 se detiene en su box. No es una parada de rutina para sustituir neumáticos o cambiar el piloto. Algo falla en el motor. Los mecánicos levantan la tapa que cubre el seis cilindros en línea y cambian las bujías esperando que esa sencilla operación pueda ser suficiente. Pero en cuanto el coche se pone de nuevo en marcha y se reincorpora a la carrera basta con escuchar el barboteo quejumbroso que empite su tubo de escape para comprender que la avería no está resuelta. Después de una vuelta a paso lento, el apesadumbrado Gerard retorna al box y vuelve a dejar el coche en manos de su equipo mientras el Bugatti pasa por la recta de tribunas a toda velocidad. Ya ha recuperado una de las dos vueltas que le separaban del líder. Apenas cinco minutos después, que para su impaciente piloto parecen horas, el Delage sigue parado y el ‘Tank’ vuelve a aparecer, implacable, por ‘Maison-Blanche’ para iniciar un nuevo giro siendo ya el primer clasificado. En el equipo del Delage se dan por vencidos, no va a haber forma de conseguir que el motor vuelva a rendir al cien por cien. La ansiada victoria se les ha escapado entre los dedos y va a acabar en manos del Bugatti de Wimille y Veyron. Gerard y Monneret tendrán que conformarse con seguir a trancas y barrancas para, el menos, salvar el segundo puesto.


El ambiente triste en el box del coche número 21 contrasta con la alegría que se vive en el del Delahaye número 20. El problema del escape no ha ido a más, el truco de mojar los zapatos de Walker cada vez que para en boxes ha mantenido sus pies sin quemaduras y el coche ha seguido girando como un reloj, bien manejado por su joven e inexperto piloto que, pese a las muchas horas seguidas al volante, no ha cometido el más mínimo error. Su ritmo constante le ha permitido, además, ir escalando posiciones y hace ya unas cuantas horas que está cómodamente instalado entre los diez primeros. Cuando se enfilan los compases finales de la carrera es octavo, situado en la clasificación entre los dos BMW de carrocería abierta y con diferencias suficientemente amplias, tanto por delante como por detrás, para que la posición no vaya a sufrir variación salvo averías o accidentes.

Walker saborea cada vuelta como si estuviera haciendo un viaje de placer por la campiña francesa en pleno verano. Hasta se ha vestido adecuadamente para ello. Por la mañana ha cambiado el muy formal traje negro de raya fina usado en la tarde-noche por uno gris, igualmente elegante pero más de sport. A medida que avanzaba la carrera se ha ido sintiendo más a gusto y apenas si acusa el cansancio pese a lo erguida de la posición de conducción, el calor que desprende el suelo del vehículo y la concentración que requiere seguir rodando a 130 de media casi sin descanso. Sus sentidos siguen alerta y le hacen llegar sensaciones positivas. El tacto del volante es suave pese a las vibraciones que llegan del asfalto. Al oído le sigue pareciendo música celestial, por más que lleve horas escuchándolo, el sonido del motor, que funciona sin desmayo emitiendo un estruendoso rugido. La vista la mantiene fija bien a lo lejos para prever cualquier posible problema y sólo acerca el objetivo de su mirada brevemente en algunos virajes, cuando aprovecha la menor velocidad para inclinarse ligeramente a un lado y a otro, de modo que pueda comprobar, a través de los orificios practicados en los guardabarros delanteros, si la banda de rodadura de los neumáticos muestra síntomas de fatiga. Un reventón puede ser fatal a esas velocidades así que no hay que olvidarse de revisar ese detalle cada cierto tiempo.

Pero no, no hay problema, las gomas están perfectamente para aguantar hasta el final. Por eso, al pasar por la recta le sorprende ver la pizarra de su equipo, instándole a que se detenga en boxes. ¿Habrán escuchado o visto algo raro desde fuera que él no ha notado? Durante los siguientes seis minutos, mientras completa la vuelta antes de hacer caso a las indicaciones y detenerse en el siguiente paso meta, no puede evitar preocuparse y temer que el sueño se vaya a terminar cuando está tan cerca de cumplirse.

Sin embargo, cuando se acerca ya a velocidad reducida al lugar donde les esperan sus compañeros se da cuenta de inmediato, al ver las sonrientes expresiones de sus rostros, de que nada malo puede estar ocurriendo. El motivo de la que será su última parada en boxes es mucho más festivo de lo que se podía imaginar. Entre la comida y bebida que el equipo británico ha llevado para consumir durante la larga carrera había una buena provisión de champán. A medida que pasaban las horas sin más problemas en el coche, su lesionado compañero y el resto de componentes de la formación han ido dando buena cuenta del dorado vino espumoso. Y cerca ya de las cuatro de la tarde, cuando van a abrir la última botella, deciden que su piloto bien merece tomarse también una copa. Esa es la causa de la inesperada llamada a boxes, brindar todos juntos por el final feliz de la aventura que está a punto de terminar. Rob saborea el fresco y burbujeante líquido y, entre risas y gritos de ánimo, vuelve a ponerse al volante para llevar el Delahaye a la meta en la octava posición.

Poco después el sueño se completa con éxito. El Delahaye con el número 20 en su radiador y laterales cruza la meta en el octavo puesto tras haber completado doscientas veinticuatro vueltas al circuito de La Sarthe. Alrededor de dos tercios las ha dado Walker, que concluye más que satisfecho de su estreno en Le Mans. Ya sabe lo que sintieron sus admirados Bentley Boys, esa mezcla de agotamiento y felicidad que supone alcanzar la meta. Porque aunque haya terminado lejos de los ganadores (los franceses Wimille Veyron, que han cubierto más de tres mil trescientos cincuenta kilómetros, estableciendo el nuevo record de la prueba), acabar sea en la que posición que sea es un triunfo en la extenuante competición de 24 horas de duración, sin duda la más dura y exigente del mundo.


La adrenalina del reto superado, la fuerza de la juventud y las ganas de seguir divirtiéndose, hacen que la copa de champán compartida en boxes con sus compañeros de equipo unos minutos antes sea sólo el preludio de una celebración mucho mayor. Nada más terminar la carrera, Walker se pone de nuevo al volante del Delahaye y enfila la carretera en dirección a París. Será otra noche larga, pero muy diferente a la de la víspera, iluminada por las luces de los clubs nocturnos en lugar de por los faros de los coches, con música estridente pero de tonos mucho más agudos que el ronco bramar de los motores.

Al día siguiente, tras descansar por fin, es el momento de emprender el camino de regreso a casa, aún con las sensaciones del fin de semana frescas en la memoria y el deseo de volver a vivirlas al año siguiente. Sin embargo, eso no va a ser posible. Por desgracia, el buen ambiente vivido entre franceses, ingleses y alemanes en la competición deportiva no reflejaba las cada vez peores relaciones entre sus respectivos gobiernos, fruto de la creciente amenaza germana. Menos de tres meses después, las tropas de la Wermacht atraviesan la frontera de Polonia y la guerra que llevaba tiempo temiéndose es definitivamente inevitable.

Serán seis largos años en los que Walker contribuirá al esfuerzo bélico de su país canalizando su otra gran pasión, la aviación, de un modo que nunca hubiera querido. Y una vez concluida la terrible contienda, lo de volver a Le Mans tendrá que esperar aún tres años más. La competición deportiva no se reanuda hasta el verano del 1949. Para entonces, Rob Walker ya no es un despreocupado joven estudiante de ventipocos años. Hace un par que ha cumplido los treinta y se ha casado durante la guerra. Su esposa le ha hecho prometer que una vez terminado su peligroso servicio como piloto de la Armada no arriesgará su vida más en tiempo de paz al volante de coches de carreras. Si acaso podrá participar en alguna de las pequeñas subidas que se disputan cerca de casa, pero nada de embarcarse en competiciones como las famosas 24 horas u otras similares en circuito.

Como todo caballero que se precie, Walker es hombre de palabra y cumple la promesa. A partir de entonces seguirá ligado al mundo de la competición automovilística de un modo diferente, dirigiendo su propio equipo. Para empezar, nada mejor que retornar a Le Mans con su precioso Delahaye y un par de amigos para pilotarlo. El coche ha estado cogiendo polvo en el garaje durante los largos años de guerra y los primeros de posguerra, cuando el racionamiento de combustible hacía poco adecuado utilizar un vehículo que no era precisamente frugal en cuanto a consumo de carburante. Los encargados de volver a hacerlo rodar a toda velocidad en el circuito francés son Tony Rolt y Guy Jason-Henry, dos coetáneos de Walker con los que comparte la pasión por los coches de carreras. Guy lleva poco tiempo compitiendo y ha disputado apenas alguna prueba corta en Inglaterra pero Tony es mucho más experto. Antes de la guerra participaba al volante del famoso ERA ‘Remus’ que había pertenecido a un amigo común, el Príncipe Bira, y destacaba tanto por su estilo, entre valiente y temerario, como por su feroz determinación. Unas cualidades que demostraría en la contienda luchando para proteger a sus compañeros en la retirada de Dunkerque antes de ser hecho prisionero de los alemanes y terminar convirtiéndose en todo un experto en fugas. Hasta siete veces se escapó de diferentes campos de internamiento, lo que significó que, tras ser capturado la última vez cuando estaba cerca de alcanzar la frontera suiza, fuera trasladado a la prisión de máxima seguridad del castillo de Colditz. Un lugar del que estaba pensando escapar de un modo nada convencional, construyendo de forma clandestina un planeador junto a otros compañeros de cautiverio. Plan audaz que finalmente, no tuvieron necesidad de intentar, ya que fueron liberados por el ejército estadounidense en la primavera del 1945.


El planeador que Rolt y sus compañeros en Colditz estaban preparando para intentar fugarse (foto GFDL, Link

A mediados de junio del 1949, el entusiasta equipo de Walker llega a un circuito de Le Mans que mantiene el trazado a la vez que estrena prácticamente todas las instalaciones anexas al mismo. Durante los años de la ocupación alemana las anteriores se fueron desmantelando prácticamente por completo hasta no quedar apenas más que el esqueleto de alguna de ellas. Ahora hay nuevas tribunas, boxes, torre de cronometraje y demás edificios auxiliares. La pista estrena asfalto también, toda vez que el firme se había deteriorado de forma notable. Es un volver a empezar para todos, circuito, organizadores, participantes y espectadores. Un ansiado renacer después de los horrores de la guerra que hace aún más placentero el regreso para Walker.

La carrera se convierte en una montaña rusa de emociones para su equipo. Empieza fatal, con el Delahaye, identificado esta vez con el número 10, siendo uno de los últimos en arrancar cuando se da la salida. Finalmente, Rolt logra ponerlo en marcha y comienza a protagonizar una espectacular remontada que le llevara a ocupar una más que prometedora quinta posición a las dos de la madrugada, cuando se cumplen ya diez horas desde el momento del inicio de la prueba. Pero ya se sabe que en Le Mans se pasa del optimismo a la decepción en un momento. Y eso le ocurre al equipo de Walker cuando el coche se detiene en boxes a las tres y media de la mañana con una avería que tiene su origen diez años antes. Resulta que Rob, novato en estas lides de ‘team manager’, no ha tenido la precaución de haber sustituido antes de la competición las piezas susceptibles a desgaste que seguían en el coche desde que había completado la edición del 1939. Los rodamientos fallan y se produce una avería que significa el abandono justo antes de que se cumpla la mitad de carrera. Un desengaño que el dueño del Delahaye y sus pilotos se toman con filosofía y una buena dosis de humor británico, ya que cuando se marchan del box dejan delante del vacío espacio un cartel de ‘Se Alquila’.


Esa será la última participación del Delahaye en Le Mans y también su última carrera antes del cambio de imagen al que será sometido poco después. Las modernas formas aerodinámicas del nuevo Talbot-Lago marcan tendencia a finales de los años cuarenta y muchos coches que datan de la década anterior son adaptados al nuevo estilo para tratar de ‘rejuvenecerlos’ aunque sólo sea en su aspecto. Un carenado frontal para el radiador y un estilizado reposa cabezas tras el habitáculo son añadidos al 135S, cuya propiedad comparte ahora Walker con Jason-Henry, que es quien lo pilota en las competiciones de circuito en virtud del acuerdo que Rob alcanzó con su esposa de no participar en ese tipo de carreras.

De vuelta a Inglaterra tras una de esas pruebas, disputada en ‘el continente’, el Delahaye y Jason-Henry protagonizan un incidente que nada tiene que ver con el deporte. En el puesto de Newhaven un aduanero nota algo raro y procede a registrar el vehículo a conciencia. Acaba encontrando un depósito de combustible falso que, en lugar de gasolina, contiene nada menos que tres mil relojes suizos que el copropietario del coche trataba de pasar de contrabando. El Delahaye queda confiscado por el servicio de Aduanas y, para recuperarlo, Walker lo tiene que recomprar, esta vez al estado, que se lo vende por 500 libras. El siempre caballeroso Rob acaba de comprobar que en el mundillo de las carreras no todos tienen su señorío, también hay truhanes que traicionan la confianza de quienes los consideraban sus amigos. Así que, una vez rota la sociedad con Jason-Henry y recuperado el coche, decide que el mejor modo de olvidarse cuanto antes de toda esa decepcionante historia es venderlo.

Se lo compra a principios del 1950 otro piloto amateur, Dan Margulies, que lo utilizará en varias competiciones antes de que el Delahaye termine poco después en la colección de automóviles de un entusiasta escocés, el Mayor Thompson. El tan potentado como excéntrico coleccionista añadirá a su carrocería alguna otra modificación antes de dejarlo en un húmedo rincón. Ahí permanecerá olvidado durante veinte años hasta que en 1970 la colección salga a subasta.

Aunque, en realidad, no todos se han olvidado de la hermosa criatura francesa. Porque el primer amor no se olvida nunca pese al transcurrir del tiempo. Ni siquiera aunque su recuerdo lleve asociado también algún que otro desengaño. Walker se entera de la subasta y puja por ‘su’ Delahaye sin haberlo visto siquiera. De ese modo, por 5000 libras en esta ocasión, lo acaba comprando por tercera vez. Cuando se lo entregan no puede evitar un nudo de tristeza en la garganta. Se encuentra en un estado deplorable. La suciedad, la corrosión y las sucesivas modificaciones que ha ido sufriendo apenas dejan atisbar aquella exótica hermosura que le cautivó más de treinta años antes.

Pero, como una dama que ha envejecido perdiendo su atractivo externo mientras mantiene su belleza interior, la mecánica del 135S se ha conservado prácticamente intacta. Además, en el caso del coche la cirugía estética si puede lograr el imposible de recuperar por completo la lozanía de la juventud. Ocho meses después, tras una larga y cuidadosa restauración, la criatura azul nacida en Francia casi cuarenta años antes vuelve a relucir como el primer día. Está de nuevo igual de radiante. Para ella el tiempo ha vuelto hacia atrás hasta detenerse en el momento de su máximo esplendor. Su propietario la mira con una expresión sonriente en un rostro ya surcado de arrugas. Sabe que no sólo ha recuperado a su primer amor si no que ha conseguido preservarlo y hacerlo eterno. Está seguro de que perdurará más allá de su existencia, cuyo final sabe inevitable aunque todavía tardará en llegar algo más de treinta años. Será en el 2002, después de una larga y fructífera vida, con las carreras como pasión hasta convertirse en exitoso propietario de un equipo ganador en Fórmula 1. El primer triunfo de un Lotus, con Stirling Moss al volante, o el último de Jo Siffert, también pilotando un monoplaza diseñado por Colin Chapman, llevan su firma. Grandes logros conseguidos siendo fiel a su estilo. Por qué todos los que tienen el placer de haberle conocido cuentan que, hasta el último aliento, Rob Walker hizo honor a la profesión que figuró siempre en su pasaporte: ‘gentleman’.

Casi veinte años más tarde, ahora bajo el amoroso cuidado de su hijo, cada vez que el Delahaye 135S reaparece en alguna exhibición atrae las miradas con el mismo magnetismo que atrapó aquella mañana de invierno al joven que caminaba con porte tan decidido como el elegante caballero que identifica la marca de whisky de su apellido. Y no hace mucho, por motivos publicitarios de esta, ha sido de nuevo protagonista de una historia en la que vuelve a despertar tanto deseo como para provocar otra apuesta entre caballeros. Porque para esa criatura francesa el tiempo se ha parado. Por mucho que pasen los años no envejece y sigue cautivando por su belleza y por su exotismo.


Bibliografía:
- 'Rob Walker's 3'5 litre Delahaye', artículo publicado en el número de mayo del 1975 en la revista MotorSport
- 'Les 24 heures du Mans', crónica de la carrera publicada en el número de julio del 1939 en la revista MotorSport
- 'From smuggling watches to racing at Le Mans: this Delayahe has lives the most exciting live', artículo de Paul Fearnley publicado en la web de Goodwood Road & Racing
- 'Rob Walker', biografía publicada en la web Grand Prix History
- 'No, not Delage, Delahaye: my lunch with Rob Walker', extracto del libro 'Rob Walker' (escrito por Michael Cooper Evans, editorial Hazelton, 1993) publicado en el blog de Bob Judd
- 'Remembering the "gentleman" privateer whose F1 team was a giant-slayer', artículo de Philip Bingham publicado en la web de Porter Press - '24 Heures du Mans, 1923-1992', información de la edición del 1939 incluida en el tomo 1 del libro escrito por Chrstian Moity, Jean-Marc Teissedre y Alain Bienvenu, editado por el ACO (Automobile Club de l'Ouest'


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