Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

MAGIA BAJO LA LLUVIA

Gran Premio de Portugal del 1985: la primera victoria de Senna en Fórmula 1

Hoy, primero de mayo del 2019, se cumplen 25 años de un día que todos los aficionados al automovilismo queremos olvidar. Que nos resulte imposible conseguirlo es una prueba más de la inmensa huella que dejó en todos nosotros el irrepetible Ayrton Senna. Yo tuve la fortuna de vivir en directo su primera victoria en Fórmula 1, lograda bajo un intenso aguacero en Estoril. Y es así como quiero recordarlo, rememorando las sensaciones que me produjo aquella carrera, recogidas en el siguiente texto, incluido en el capítulo titulado 'Lluvia, sol y el piloto del casco amarillo' que dedico al fabuloso brasileño en mi libro 'Más allá de la línea roja - Historias de Automovilismo'.

De vuelta tras aquella primera visita a Estoril, nuestro entusiasmo por la Fórmula 1 había crecido aún más. Eso sí, en los tres años pasados desde el Gran Premio de España del 81, en el Jarama, y el de Portugal que puso fin a la temporada del 84, habían cambiado muchas cosas. Se había retirado Andretti y Gilles se había ido para siempre. El turbo, que al principio de la década se estaba abriendo camino, era ya imprescindible para triunfar y las diferencias mecánicas entre los mejores y los peores resultaban mucho más acusadas. Los monoplazas eran mucho más potentes aunque, a cambio, su sonido era menos impresionante, sustituido el bramar de los tres litros atmosféricos de ocho y doce cilindros por el menos limpio estruendo de los 1.500 sobrealimentados de seis en uve o cuatro en línea. Sin el efecto suelo generado por los pontones laterales en forma de ala invertida, sustituidos desde el año anterior por los fondos planos, su aspecto resultaba menos elegante pero más espectacular, con ruedas más anchas y alerones cada vez más grandes. De sus laterales surgían extensiones con flaps para tratar de pegar al suelo sus neumáticos traseros, que se retorcían cada vez que los pilotos pisaban el acelerador y se desencadenaba todo el brutal poderío de sus propulsores.


Era una Fórmula 1 que ya empezaba a ser muy distinta de la que me había enganchado en la segunda mitad de los setenta, pero no por ello menos fascinante. Y con el Gran Premio de Portugal pasando a ser la segunda prueba del campeonato de 1985, mi siguiente oportunidad para vivirla en directo iba a llegar enseguida. La carrera de Estoril se celebraba a finales de abril, la semana después de mi cumpleaños. No había mejor regalo para celebrar mis recién cumplidas 21 primaveras que apuntarme de nuevo a la excursión que, por segundo año consecutivo, se organizaba desde Gijón.

La temporada había comenzado quince días antes, en Brasil, con el mismo ganador que había terminado la anterior: Alain Prost al volante del McLaren con motor TAG-Porsche. El francés era el gran favorito para conseguir el título que se le había escapado por tan poco unos meses antes. Y lo acabaría logrando con cierta facilidad, pese a la inicial oposición de Michele Alboreto con un Ferrari que empezó siendo competitivo y se fue desinflando a medida que avanzaba la campaña. Pero aún faltaba mucho para todo eso cuando llegamos a Estoril para ver la segunda carrera de la temporada. El circuito presentaba su mismo y algo descuidado aspecto del año anterior. Pero el cielo era muy diferente: del despejado azul con nubes blancas de principios de otoño habíamos pasado a un cubierto gris con amenazadoras y primaverales nubes. Ya había llovido algo el viernes, justo al inicio y el final de la primera sesión válida para la parrilla de salida, que se realizaba en la jornada inicial del Gran Premio. Y aunque el sábado hizo mejor tiempo para la segunda, celebrada por completo sobre seco, el domingo amanecía lluvioso y desapacible.

De todas formas, las nubes parecía que nos daban algo de tregua en los minutos previos al inicio de la carrera. Dejaba de llover por un rato aunque la pista estaba lo suficientemente mojada como para que los veintiséis monoplazas que iban a tomar parte en la prueba salieran a la pista calzados con neumáticos rayados. Al frente de todos en la formación de salida iba a estar el que ya era mi nuevo piloto favorito: Ayrton Senna. En el brasileño me había fijado por primera vez bastante de casualidad unos años antes. Y probablemente la causa fuera el vistoso color amarillo de su casco, que resaltaba aún más sobre el mono de cuero negro que vestía aquel piloto, conocido entonces por su otro apellido, Da Silva, que había sorprendido en su debut en el mundial de karting de 1978, celebrado en Le Mans. Una carrera sobre la que leí un reportaje en una de aquellas Autopista o Velocidad semanales que compraba de vez en cuando, ya que la propina no daba para adquirirlas todas las semanas. De aquel joven piloto de casco amarillo (mi color favorito cuando era pequeño) volví a leer más en profundidad tres o cuatro años después, cuando ya aparecía su nombre como Senna en crónicas y clasificaciones. La Sport Auto francesa daba cuenta de su arrollador arranque en la Fórmula 3 británica del 83, después de haber dominado con claridad los campeonatos de Fórmula Ford 1600 y 2000 en las dos anteriores. El joven Ayrton, ahora Senna, antes Da Silva, era eso que se suele llamar un campeón del mundo en potencia. Apenas doce meses después, su debut en la Fórmula 1 con Toleman lo confirmaba. Sin duda iba a ser la siguiente gran estrella.


Que, además, en el 85 fuese el nuevo piloto de mi equipo preferido, Lotus, le convertía en la gran esperanza para volver a disfrutar de los monoplazas negro y oro en las primeras posiciones. Algo que no ocurría desde aquella última vez que Chapman lanzó su gorra al aire para celebrar una victoria de sus coches, el Gran Premio de Austria de 1982. Unos meses después desaparecía Chapman y las temporadas del 83 y el 84 deparaban más disgustos que alegrías para su sucesor al frente de la escudería, Peter Warr. Todo eso tenía que cambiar en el 85 con el joven brasileño, algo así como un nuevo Fittipaldi para empezar una era totalmente diferente. El genio británico de Chapman trataba de reemplazarlo Warr con la inventiva francesa de Gerard Ducarouge. Y galo era también el propulsor Renault Turbo que había sustituido al ya venerable Ford Cosworth. Eran buenas piezas para un renacer de Lotus, apuntado por el podio logrado por De Angelis en Brasil y que confirmaba Senna siendo el más rápido en las dos sesiones cronometradas de Portugal.

Desde su privilegiado puesto en pole position, que ocupaba por primera vez en un Gran Premio de Fórmula 1, el brasileño miraba al cielo y veía lo mismo que nosotros desde las tribunas. Las nubes eran cada vez más oscuras y ya casi no contenían sus ganas de soltar toda la carga que llevaban dentro. Lo que para nosotros tenía todo el aspecto de ir a convertirse en una notable molestia, ya que no habíamos sido lo suficientemente previsores para llevar un paraguas, era toda una oportunidad para un piloto como él, cuya maestría sobre piso deslizante había quedado más que demostrada el año anterior en Mónaco. Justo a su lado, en la primera fila de la parrilla de salida, estaba el hombre al que entonces iba dando caza cuando detuvieron la carrera, Alain Prost. Para el francés la pista mojada no era tan buena noticia. Al fin y al cabo, si tienes el monoplaza más competitivo, como era su caso, lo que quieres es una carrera sobre asfalto seco…, y eso no iba a ser posible aquel día. En el momento de darse la salida a la vuelta de formación ya estaba chispeando y todo apuntaba a que la intensidad de la lluvia iba a ir en aumento.

El asfalto estaba mojado cuando el compacto grupo se acercaba a velocidad reducida a nuestra posición, y la sensación de fieras retenidas a duras penas por sus pilotos, ansiosas por salir desbocadas, era aún más intensa que cuando había vivido un momento así tres años antes en el Jarama. La mayor potencia de los turbo y la menor adherencia del asfalto cada vez más mojado la acrecentaban. El intermitente ¡brooom… brooom! de los motores, al pisar con cuidado el acelerador los pilotos, dejaba claro lo delicado de la situación. Controlar aquellos coches sobre piso resbaladizo era todo un ejercicio de autocontrol y destreza. Simplemente mantenerse en pista iba a resultar el primer objetivo para todos en 70 vueltas que, para la mayoría, se convertirían en una interminable tortura.

Instantes después escuchábamos ese elocuente silencio que precede al incomparable estruendo de la salida de un Gran Premio. Y unos segundos más tarde no era un Lotus sino dos los primeros coches en aparecer ante nuestra vista. Por delante el de Senna, inconfundible con su casco amarillo armonizando a la perfección con la decoración negro y oro de John Player Special. Tras él, ya a unos cuantos metros de distancia, venía el 97T de su compañero De Angelis, que había superado en la arrancada al McLaren de Prost.

Era lo más cerca que el italiano, el francés y el resto de competidores iban a ver al brasileño en lo mucho que aún restaba de carrera. Bueno, no exactamente. Algunos lo volverían a ver cerca, muy fugazmente, cuando los doblara, lo que para varios de ellos sucedería en más de una ocasión. Porque a medida que pasaban los minutos llovía con más fuerza y la ventaja de Senna aumentaba de forma casi proporcional a la cantidad de agua que caía sobre el circuito.

La intensidad del chaparrón iba en aumento, lo que nos hacía totalmente imposible llevar el cuentavueltas con las posiciones de cada piloto. Bastante teníamos con empaparnos lo menos posible, apenas protegidos bajo un ineficaz chubasquero. Íbamos a tener que conformarnos con contar los giros que iban pasando y cronometrar las distancias entre los primeros para tratar de llevar un control más o menos preciso de la situación de la carrera. Pero, en realidad, no hacía falta ni cronómetro para ver, vuelta tras vuelta, cómo la diferencia entre Senna y el resto crecía sin parar. En apenas seis ya le llevaba casi cuatro segundos a De Angelis, y más de trece a Prost. Buscando trayectorias más abiertas que el resto, el brasileño estaba rodando casi un segundo por vuelta más rápido que su compañero de equipo, ¡y le sacaba más de dos segundos por giro al campeón del mundo! El resto cedían aún más terreno o ya se habían ido quedando por el camino, como el debutante François Hesnault. Justo ante nosotros, el joven francés no podía evitar perder el control de su Brabham, sorprendido por el repentino latigazo que daba la trasera del BT54 cuando la caballería del potentísimo BMW Turbo se le iba de las manos y enviaba al monoplaza blanco dando piruetas hasta impactar contra las vallas. Y no era el único. En pocas vueltas la lista de bajas aumentaba, la mayoría tras sufrir similar destino al galo. Veteranos como Patrese, novatos como Palmer. Tipos duros como Alliot, promesas con brillante futuro como Berger. Uno tras otro iban cayendo en las trampas cada vez más numerosas de una pista que se iba encharcando por momentos. El orbayu inicial ya era un lejano recuerdo. En su momento resultaba molesto, por lo inoportuno de comenzar justo cuando se iniciaba el Gran Premio. Apenas veinte minutos más tarde ya lo empezábamos a echar de menos.

Al único que no parecía molestar el cada vez más intenso chaparrón era a Senna. En la vuelta diez ya había dejado a De Angelis a más de trece segundos, con el italiano empezando a preocuparse más por lo que le venía por detrás (la doble amenaza del McLaren de Prost y el Ferrari de Alboreto), que de perseverar en el vano intento de evitar la derrota que más duele a cualquier piloto: ser batido por su compañero de equipo. Algo inevitable ante aquel brasileño a quien parecía que nadie le había dicho que estaba lloviendo, como cuentan que exclamó un alucinado Chris Amon años antes cuando otro piloto sudamericano, el mexicano Pedro Rodríguez, rodaba a un ritmo absolutamente inalcanzable para el resto, camino de una victoria memorable con el no menos memorable Porsche 917 azul y naranja de Gulf en los 1.000 kilómetros de Brands Hatch de 1971.

Desde nuestra posición al borde de la pista pronto dejábamos ya de preocuparnos por el chaparrón. Estábamos tan empapados que daba igual. Y, además, el espectáculo que nos estaba proporcionando Senna era tan extraordinario que cualquier otra cosa pasaba a segundo plano. En cada vuelta que lo veíamos aparecer por la derecha en la que se iniciaba nuestro campo de visión de la pista, la columna de agua que levantaban las ruedas traseras de su Lotus era mayor. Pero la precisión con la que frenaba para afrontar el viraje de izquierdas situado delante de nosotros era siempre la misma. Y el modo decidido en que pisaba el acelerador para salir buscando la trazada del siguiente tampoco variaba. La única diferencia era visual, cada vez nos costaba más trabajo verlo desaparecer en la distancia, envuelto su Lotus en una nube de agua en la que apenas era perceptible, como un tenue destello, la obligatoria luz roja que se enciende en la trasera de los monoplazas en caso de carrera sobre piso mojado.

Y, por lo que respecta a los demás, la diferencia también era auditiva. En el doble sentido de pasar siempre más tiempo hasta oír que uno de ellos llegaba y en el de escuchar sus dudas al pisar el pedal del gas, transmitidas por el húmedo aire con intermitentes notas de sus motores en el mismo sitio donde el Renault de Senna sonaba infinitamente más constante, tal era la capacidad de su piloto para dosificar la brutal potencia del Renault Turbo y hacer que esta se transmitiese al suelo en mucha mayor cantidad de lo que cualquier otro piloto era capaz de lograr.

Cuando se cumplían treinta vueltas, el tiempo de espera entre el fulgurante paso de Senna y el mucho más dubitativo de De Angelis era ya de medio minuto. Al italiano le seguía de cerca Prost…, demasiado de cerca. Al final de la siguiente vuelta, envuelto en la nube de agua despedida por el Lotus, el francés perdía el control de su McLaren en plena recta, sorprendido por la cada vez mayor cantidad de charcos que había sobre la pista. En un instante, el campeón del mundo era otro de los que terminaba con su monoplaza abandonando el asfalto tras una pirueta que lo llevaba a pisar la hierba, convertida ya en barro, y golpear contra las vallas. A esas alturas, media carrera ya superada en cuanto a duración, al cumplirse una hora desde su inicio y empezar a vislumbrarse que el límite de dos iba a marcar su final antes de que se pudiesen cubrir los 70 giros previstos, ya eran más los pilotos que habían retornado a sus boxes a pie que los que seguían compitiendo en aquellas condiciones infernales. Y sólo uno era capaz de continuar al mismo e imperturbable ritmo, el líder. De Angelis empezaba a ceder cada vez más terreno, con una goma perdiendo aire, y era rebasado por Alboreto. El de Ferrari pasaba a ocupar la segunda plaza pero la diferencia con Senna seguía aumentando y pronto superaba el minuto.

Poco después, tras hora y media de mojadura, ya empezábamos a tiritar en la tribuna. Sólo la certeza de estar asistiendo a un momento histórico en la Fórmula 1 nos calentaba el ánimo y nos mantenía firmes, decididos a saborear cada paso de Senna. Ya empezaba a ser difícil verlo llegar, tal era la cantidad de agua que estaba cayendo, pero el sonido que le precedía era inconfundible: un aullar firme y decidido que se adelantaba unos instantes a la imagen del Lotus negro y oro pilotado por aquel auténtico genio de casco amarillo. Sólo otro color aparecía de vez en cuando en la imagen, un fugaz atisbo del naranja de sus guantes cuando sus manos hacían una rápida corrección con el volante para controlar los cada vez más frecuentes coletazos de un coche que ya casi flotaba más que rodar sobre el asfalto, inundado de agua imposible de evacuar por las acanaladuras de sus ya desgastados neumáticos.

Finalmente, dos horas después de su inicio, la carrera se daba por concluida al completar Senna la vuelta 69. Sólo Alboreto conseguía evitar ser doblado por el fenomenal brasileño. Su alegría en el giro posterior al paso bajo la bandera a cuadros era desbordante y contagiosa. Con los cinturones de seguridad desabrochados saludaba, brazos en alto, exultante. Su modo de celebrar la primera victoria en Fórmula 1 nos parecía la mejor recompensa por haber resistido hasta el final, pese a estar ya más que calados hasta los huesos. Decididamente había merecido la pena.

Era un triunfo de esos inolvidables, tanto para el protagonista como para quienes tuvimos ocasión de vivirlo en directo. Aquel joven brasileño de casco amarillo había ganado de un modo equiparable a otras gestas legendarias de los más grandes de la Fórmula 1. Las terribles condiciones meteorológicas y la abismal diferencia sobre sus perseguidores situaban la victoria de Senna al nivel de la fabulosa demostración de Stewart, dieciséis años antes, en el Nurburgring cuando, con lluvia y hasta niebla, había dominado de forma igualmente magistral y rotunda el Gran Premio de Alemania de 1968. Ya no había duda, Ayrton Senna era la nueva gran estrella de la Fórmula 1. Aquella tenía que ser, sin duda, la primera de muchas más victorias.

Retransmisión completa por la BBC del Gran Premio de Portugal del 1985