Daniel Ceán-Bermúdez
@daniel_cean

EL ÚLTIMO GOL DE QUINI

Recuerdos de infancia y juventud unidos a goles del inolvidable jugador del Sporting

Aquella tarde de finales de febrero del 2018 hacía un frío inusual en Gijón. La temperatura era más baja de lo habitual en una ciudad donde los inviernos nunca son para tanto y los veranos rara vez colman las expectativas de quienes gustan de tomar el sol. Había salido a dar una vuelta para tomar el aire, después de pasar un buen número de horas trabajando delante del ordenador. Pero la caminata iba a ser breve. Al frío y la inevitable humedad al lado del mar se aliaba un viento gélido para convertir en desapacible mi paseo por el muro de San Lorenzo. Al poco de iniciarlo decidía retornar a casa y en el camino de vuelta apenas me cruzaba con nadie. Tampoco había casi tráfico, lo que confería a la ciudad un ambiente algo irreal, con un silencio que la envolvía del mismo modo que la bruma hacia con las luces de las farolas, cuyo mitigado resplandor iluminaba tenuemente unas calles casi desiertas.

No soy del tipo aprensivo, pero he de confesar que todo recordaba a eso tantas veces visto en películas de misterio, preludio de que algo malo está a punto de ocurrir aunque el protagonista no se haya percatado de ello. Así que, cuando minutos después llegaba a casa, notaba un cierto alivio al atravesar la puerta y sentir el cálido abrazo del hogar, caldeado por la calefacción central del edificio. Sin embargo, ni toda la calefacción del mundo podía hacer nada para combatir la heladora sensación que se apoderaba de mí unos instantes después, cuando me ponía de nuevo delante de la pantalla del PC para echar un vistazo a la prensa digital. Porque, efectivamente, algo malo había ocurrido mientras completaba mi corto paseo por unas calles cuya tristeza era el anticipo del hondo pesar que en ese momento empezaban a sentir sus habitantes. Hacía apenas media hora había muerto Quini. De repente, del modo que más impacta porque menos se espera, nos había dejado alguien que para muchos gijoneses era, es y será siempre, mucho más que un jugador de fútbol.

Sí, ya sé que hay una cierta inclinación a exagerar en estos casos, especialmente en lo que respecta a los ídolos deportivos. Tendemos a venerarlos mucho más de lo que objetivamente merece su profesión. Al fin y al cabo, el fútbol no deja de ser un banal entretenimiento, por mucho que mueva millones y acapare una atención desmedida en comparación con otras actividades mucho más relevantes que, sin embargo, tienden a pasar desapercibidas. Pero ligados a ese deporte en apariencia simple, y tal vez por ello tan popular, muchos tenemos recuerdos que perduran en el tiempo y que, en el caso de Quini, si eres gijonés son tantos, y la mayoría tan buenos, como para que resultase imposible no sentir intensamente su pérdida. Algo cierto incluso para los que, como yo, nunca lo conocimos en persona y lo más cerca que estuvimos de él fue en la distancia que hay entre el césped y los graderíos del viejo Molinón.

Unos recuerdos que tienen como denominador común una palabra: gol. Un vocablo de sólo tres letras que, gritado a pleno pulmón desde las tribunas, puede llegar a ser el más largo del diccionario. Porque cada vez que un balón impulsado por Quini se alojaba en las mallas de una de las porterías del estadio del Sporting, de nuestras gargantas salía un ¡¡¡¡goooooooooool!!!! interminable que alargábamos hasta quedar sin aliento mientras aquel jugador con el número 9 a la espalda de su camiseta rojiblanca levantaba los brazos corriendo hacia una de las bandas para celebrarlo con sus compañeros. Fueron tantos los goles que vimos marcar a Quini desde el espacio que solíamos ocupar en la parte baja de la esquina del Piles, en el fondo norte, que se mezclan en mi memoria los certeros remates en acrobática bolea con los letales cabezazos conectados tras un giro del cuello que hacía impactar su frente con el balón de un modo tan preciso como perfecto. Y entre ellos aparecen también los oportunistas chuts desde corta distancia, aprovechando un rechace gracias a su innato instinto para estar en el lugar adecuado en el momento justo, con los disparos lejanos que culminan con el balón fuera del alcance del portero una jugada, en apariencia sin peligro, iniciada en el centro del campo. Pero la memoria es caprichosa. Y aunque la mayoría de los goles que vi marcar a Quini fueron pegado a la valla de esa esquina del fondo norte en el viejo Molinón donde pasé tantos domingos junto a mi padre y mis hermanos, los dos que más recuerdo no los captaron mis ojos desde ese lugar. Son dos goles, además, sin especial relevancia, más allá de servir para lograr el empate ante dos equipos de esos llamados ‘grandes’.

El primero de esos dos goles lo vi muy lejos de casa. Aunque, en realidad, durante aquel año de 1975 mi casa estaba en Madrid y no en mi Gijón natal. A mi padre le había surgido una oportunidad de ejercer su labor de oficina en una empresa de la capital. Un cambio importante que, sobre el papel, iba a significar un mejor futuro para todos. La realidad sería diferente y aquel año acabó convirtiéndose en un paréntesis no especialmente memorable para mi familia. Sin embargo, a mí, con once años de edad recién cumplidos, esos meses me dejaron un par de recuerdos imborrables ligados al deporte. Uno de ellos, con canastas, parquet y Carmelo Cabrera y compañía de por medio, nada tiene que ver con el fútbol. El otro lo protagonizaron Quini y sus compañeros del Sporting durante su visita al Vicente Calderón para enfrentarse al Atlético de Madrid en la segunda jornada de la liga 75-76, a principios de septiembre.

Mi padre, que echaba de menos las tardes del Molinón viendo a nuestro querido Sporting, consiguió un par de entradas y me llevó con él a ver aquel partido. Recuerdo mis nervios cuando nos acercamos al estadio, mucho mayor que el pequeño Molinón (el aumentativo del nombre era entonces lo único grande del campo gijonés). Unos nervios que se acrecentaron al acceder a la tribuna principal a través de unos vomitorios que me parecieron enormes. Una vez dentro quedé encantado al ver que nuestras localidades eran de asiento, todo un lujo y una comodidad desconocidos para mi, acostumbrado como estaba a ver los partidos de pie, como mucho con el apoyo de una de las vallas si llegabas a tiempo para encontrar hueco libre donde agarrarte. A cambio, eso sí, el muy cuidado césped, que parecía una alfombra en comparación con la muchas veces embarrada hierba del campo de la ribera del Piles, estaba bastante más lejos y los jugadores se veían más pequeños. Y nada más comenzar el partido, los de nuestro Sporting, vestidos con su segundo uniforme, blanco con dos estrechas bandas horizontales rojas en el pecho, parecían empequeñecerse todavía más ante el empuje de los colchoneros, que pronto ponían cerco a la meta defendida por mi admirado Castro. Siendo la de portero mi posición favorita, el hermano mayor de Quini era el modelo que seguía cuando, en los partidos del recreo en el colegio, me ponía ‘bajo los palos’. Un decir, esto último, porque la portería nunca tenía larguero y como 'postes' oficiaban un par de montones de ropa en el suelo o cualquier objeto que tuviésemos a mano.

Pronto, el ímpetu de los rojiblancos del Manzanares daba sus frutos y antes de la media hora de juego Castro ya había tenido que recoger un balón del interior de las mallas. El gol del elegante Salcedo fue acogido con el lógico júbilo por la hinchada local mientras nuestros vecinos de asiento, tal vez apiadándose de aquel crío que había ido con tanta ilusión a ver a su equipo, se mostraban bastante comedidos en su celebración del tanto. Al intermedio se llegaba sin más goles, y dado que nuestras localidades estaban cerca de la entrada al túnel de vestuarios, nos acercábamos para ver a los jugadores retirarse al descanso. Mi padre lograba incluso cruzar unas breves palabras con el capitán, José Manuel, a quien conocía en persona y que se sorprendía de verlo en Madrid. Le dábamos ánimos y volvíamos a nuestros asientos para la segunda parte. Al poco de iniciarse, apenas cinco minutos, el finísimo Gárate hacía una de las suyas y marcaba uno de esos goles que conseguía sin aparente esfuerzo, a base de clase y colocación. Era el 2-0 y todo parecía apuntar a una abultada derrota para los nuestros.

Pero entonces algo empezó a cambiar. Sea porque los locales se confiaron o porque los nuestros ya no tenían nada que perder, poco a poco el balón empezó a estar cada vez más tiempo en poder de los jugadores del Sporting y siempre más cerca de la portería defendida por Tirapu que de la ocupada por Castro. Y a los veinte minutos del segundo tiempo, De Diego, que había entrado al campo apenas diez antes, en sustitución de Herrera, acortó distancias. Nuestra infantil algarabía fue recibida con comprensión por los vecinos de localidad, que no daban mayor importancia al gol visitante, más allá de para usarlo como crítica a su equipo en el sentido de que ‘cualquiera marca en este estadio últimamente’. Pero cinco minutos más tarde no era un suplente cualquiera quien alojaba el balón blanco con pentágonos negros en el fondo del marco madrileño. No recuerdo bien como, porque fue en la portería más lejana del asiento que ocupábamos, pero Quini batió al guardameta atlético y el grito de ¡¡¡gol!!! que cantamos mi padre y yo, junto a otros pocos asturianos esparcidos aquí y allá en las enormes gradas del Calderón, ya no fue acogido con tanta simpatía por los aficionados del Manzanares. Una cosa es que hasta aquel modesto Sporting le marcase un gol al Atlético en su estadio, otra muy diferente que empatase el partido. Un resultado que, poco después, ya les parecía incluso bien a los hinchas colchoneros, temerosos de que aquel envalentonado Sporting, que seguía lanzado al ataque, terminase por ganar el partido. Minutos después, el pitido final del árbitro fue recibido con alivio por la parroquia atlética y con decepción por nuestra parte. ¡No queríamos que el partido acabara nunca!

Al final de aquel año, a ese punto arrancado por el Sporting en su primera visita de la temporada a Madrid, apenas se le añadieron una veintena más que relegaron al conjunto gijonés a la última plaza de la tabla y lo condenaron al inevitable descenso a segunda. El gol de Quini en el Calderón no había servido para nada después de todo. Aunque, en realidad, para aquellos dos gijoneses que lo vieron desde la tribuna del Calderón si que había servido de mucho. Para mi padre había sido una bienvenida gran alegría en un año complicado. Y para mi había sido la culminación de uno de esos días felices de la infancia que quedan grabados en tu memoria para siempre.

En la siguiente década, Quini marcaría muchos más goles, contribuyendo decisivamente a la época más brillante del Sporting antes de su traspaso al Barcelona en 1980. Con la camiseta rojiblanca el más recordado por todos es, sin duda, la fabulosa bolea, sin apenas ángulo, que conectó cercano a la línea de fondo del viejo Vallecas en octubre del 79 para conseguir un gol imposible, nueve años antes de que Marco Van Basten asombrara al mundo con uno similar en la final de la Eurocopa del 88. Con la azulgrana, el gol de Quini que todos los sportinguistas queremos olvidar es el segundo de los dos que consiguió ante su equipo de toda la vida en la final de Copa del 81, un tanto que decantó poco menos que definitivamente el partido a favor del equipo catalán. Entonces pensamos que nunca más le volveríamos a ver marcando goles vestido con la camiseta rojiblanca. Pero a mediados del 85, apenas un mes después de la que parecía su retirada del fútbol con el Barça, Quini volvió a casa para terminar su carrera deportiva con el Sporting.

Por aquel entonces, hacía tiempo que yo había dejado de ir cada domingo al Molinón. Mi interés por el fútbol había ido decreciendo a medida que me interesaba más por el baloncesto y el automovilismo, que se fueron convirtiendo con el paso de los años en mis principales pasiones deportivas. Y, naturalmente, con veintiún años de edad, había otra pasión a la que prestar atención y dedicar tiempo, las chicas. A principios del 86 había una en particular que me traía de cabeza. Era alegre, de brillante pelo moreno, tenía una bonita sonrisa y unos ojos oscuros tan expresivos que me hipnotizaban y convertían en irrelevante que le faltaran algunos centímetros y le sobraran algunos kilos para tener la delgada y esbelta figura que me hubiera gustado. Y, las cosas como son, tampoco es que yo fuera un alto y musculoso Adonis precisamente. Además, le gustaba el baloncesto tanto o más que a mí. Y era muy seguidora del Sporting. Tanto, de hecho, como para acudir todos los domingo al Molinón. ¡Había que volver al fútbol! Lo malo es que le gustaba ver los partidos metida de lleno en la vorágine de los aficionados más bulliciosos que ocupaban la tribuna del fondo Sur. Un ambiente que nunca me había atraído lo más mínimo, demasiado ruidoso y visceral para mi forma de ver el deporte, mucho más racional y desapasionada. Pero, ya se sabe, el que algo quiere algo le cuesta, por usar un refrán más elegante que ese que habla del tirón de las carretas y que, dadas las generosas formas de la chica en cuestión, tal vez resultase más certero para el caso.

A finales de marzo venía el Barça a Gijón. Era uno de esos partidos con atractivo especial. Los dos equipos de Quini de nuevo frente a frente, pero esta vez con nuestro Brujo del lado correcto, vestido de rojiblanco. Así que con el doble aliciente de estar cerca del objeto de mis deseos juveniles y ver jugar otra vez a uno de mis ídolos infantiles, me uní al bullanguero grupo con el que ella solía acudir al Molinón. Nada más juntarme con ellos quedó claro que mi aspecto me delataba como un advenedizo. Era el único con pelo corto en medio de una pandilla en la que abundaban los cabellos más bien largos. Vestía un formal polo en lugar de una colorida camiseta y unos amplios pantalones de pinzas en vez de unos ceñidos vaqueros. Y, quizás el mayor de los pecados, no llevaba alrededor del cuello una bufanda con los sagrados colores rojiblancos y algún slogan bordado que juraba amor eterno al Sporting. Por mucho que trataba de integrarme, cantando el himno a voz en grito en los prolegómenos del encuentro, se notaba a la legua que estaba totalmente fuera de lugar. Pero me encontraba al lado de ella en las gradas de un Molinón muy diferente al que había conocido de crío, más limpio y moderno del que recordaba, mientras sobre su verde y reluciente hierba, infinitamente más cuidada que en los viejos tiempos, Quini era el nexo de unión entre el pasado y el presente, vistiendo de nuevo la camiseta rojiblanca con el número 9 a la espalda.

La verdad es que apenas recuerdo algún detalle de la primera mitad del partido. El Barça dominaba, hasta adelantarse en el marcador, con la misma facilidad con la que uno de los miembros del grupo de aguerridos hinchas entre los que estaba mezclado me superaba en nuestro muy particular enfrentamiento por ganarnos la atención de ‘mi’ chica, situada entre ambos pero cada vez más cerca de mi rival. Al descanso los azulgranas ganaban uno a cero y yo perdía por goleada. Por difícil que pudiera ser una posible reacción del Sporting en el segundo tiempo, parecía infinitamente más probable que un éxito mío en el que ya empezaba a ver como vano empeño de ser ‘más que un amigo’ para aquella risueña morena, que se lo estaba pasando en grande y no me hacía mucho caso.

Al reanudarse el encuentro, mientras yo me rendía en la tribuna, los rojiblancos se crecían en el césped. Y la punta de lanza de la ofensiva local volvía a ser su legendario número 9, Quini, incansable en su brega con los defensas para buscar la oportunidad que le permitiera batir al ágil Urruti. Cerca estaba de lograrlo en un remate de cabeza, picado hacía abajo, que le salía algo corto y era detenido con cierta facilidad por el portero vasco mientras un lastimero ¡uy! se escapaba de nuestras gargantas. Pero pasaban los minutos y el dominio del Sporting no acababa de traducirse en nada más… hasta que, cerca ya de la media hora, con apenas quince minutos por delante, todo cambiaba. El incansable Mesa recogía un balón largo cerca de la línea de fondo, lo controlaba con ese estilo suyo, que de tan extraño y desgarbado conseguía desconcertar la mayoría de las veces a los defensas rivales, y antes de que la pelota se perdiera más allá de la línea de cal blanca, sacaba un centro que le salía algo pasado. El balón iba demasiado alto para que Quini, que merodeaba por uno de sus terrenos de caza favoritos, el borde del area pequeña, pudiera intentar el remate de cabeza. En lugar de eso, se daba la vuelta y perseguía el esférico hasta alcanzarlo ya fuera del área grande, en su lado izquierdo y de espaldas a la portería rival. Se giraba y todo parecía indicar que iba a centrar en dirección al punto de penalti. Pero, en el último momento, justo cuando su pierna derecha iba a impactar con la pelota, imprimía un rápido giro a todo su cuerpo y lanzaba directamente a puerta. Con el rabillo del ojo había visto que Urruti se adelantaba un par de pasos y su instinto depredador no desaprovechaba la ocasión. En lugar de dirigirse hacía el borde del área, el balón describía una cerrada parábola y se colaba en la portería cerca del poste izquierdo, haciendo inútil la estirada del portero del Barça, que se percataba demasiado tarde de la verdadera dirección en la que iba el lanzamiento.

El Brujo había vuelto a hacer magia provocando un estruendo en forma de miles de gritos de ¡¡¡¡GOOOOOOOOL!!!! coreados al unísono con una intensidad que hacía vibrar los cimientos del viejo estadio casi tanto como las gargantas y los corazones de los espectadores que lo llenábamos. Era un instante de júbilo extraordinario, de locura absoluta. Hasta me daba igual que, cuando el balón acariciaba las mallas, la que, definitivamente, no iba a ser ‘mi’ chica, besara alborozada a aquel hincha ruidoso y melenudo situado a su derecha mientras a mí se abrazaba otro de sus sudorosos acompañantes con ese deshinbido entusiasmo futbolístico que une a desconocidos en momentos así. Daba lo mismo, Quini había marcado un gol extraordinario. Uno de sus últimos goles en el Molinón. Lo habíamos visto de cerca, lo habíamos sentido con una intensidad difícilmente superable. Por eso, más de treinta años después, de aquella chica apenas quedan en mi memoria pequeños retazos de su sonrisa pero, en cambio, aún recuerdo con nitidez la sensación de alegría instantánea, incontrolable y compartida con tanta gente que provocó el que, para mí, aunque todavía marcara alguno más, aunque los haya habido mejores, siempre será el último y más memorable gol de Quini.