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08|05|2012 GILLES, TI RICORDIAMO COSÍ!

¡Treinta años ya, treinta años tan sólo! Tal día como hoy, un 8 de mayo de hace tres décadas, me disponía a salir con mi pandilla de amigos de la adolescencia cuando me enteraba de la terrible noticia: Gilles Villeneuve había sufrido un gravísimo accidente en los entrenamientos del gran premio de Bélgica, en Zolder, y se le daba ya como 'clínicamente muerto'. El fatal desenlace era inevitable y llenaba de sombras la soleada tarde primaveral de aquel sábado en el que la fórmula 1 perdía para siempre a uno de sus pilotos más queridos y admirados, un piloto que había sabido, como pocos, ganarse a la gente no por sus victorias sino por su entrega, su estilo y su personalidad. Que su figura siga siendo tan recordada después de todo este tiempo, dice ya bastante sobre lo que significó Gilles en aquella convulsa fórmula 1 de finales de los setenta y principios de los ochenta. Sirvan las siguientes líneas, escritas ya hace algunos meses y que recupero con motivo de tan señalada fecha, como mi pequeño homenaje a su memoria:

GILLES VILLENEUVE, EL PEQUEÑO GRAN CANADIENSE

La diminuta foto, en blanco y negro, mostraba el retrato de un joven con el pelo alborotado y ojos vivarachos. Al pié se leía "¡Atención al pequeño canadiense! Gilles Villeneuve posee una clase excepcional y un sólo gran premio le ha bastado para demostrarla". El autor de esas palabras, que todavía hoy, más de treinta años después, me vienen a la mente cada vez que me acuerdo de Gilles, era Don Javier del Arco (el 'maestro' en esto de escribir de F1 en España) y se podían leer en el reportaje sobre el gran premio de Gran Bretaña de 1977 que publicaba la revista ‘Automóvil’, mi 'biblia de las carreras' por aquel entonces. Era la época 'preinternet' así que la única información sobre cada gran premio que podía conseguir con su paga semanal un crío gijonés de 13 años era, una vez al mes, una revista, que devoraba una y otra vez hasta que llegaba el siguiente número, 30 largos e interminables días después.

No se por qué, pero aun sin haber visto la carrera (de aquella eso era un lujo casi inalcanzable para la España ‘Racing’ del 'año 25 antes de Alonso') me convertí, de inmediato, en seguidor de ese pequeño canadiense que en su mirada reflejaba una determinación y una fe en sus posibilidades como pocas veces se han visto en una pista de carreras. En aquel gran premio británico, disputado en el histórico trazado de Silverstone, Villeneuve debutaba en fórmula 1 pilotando un ya obsoleto McLaren M23, el modelo campeón el año anterior con James Hunt al volante (¡y tres antes con Fittipaldi!), pero que ya se quedaba atrás ante el advenimiento de los milagrosos 'wingcar' salidos de la fértil imaginación de Colin Chapman. Con uno de esos M23, decorado con los colores de Iberia, nuestro Emilio de Villota se las veía y deseaba para intentar clasificarse en una fórmula 1 muy diferente a la actual, en la que todavía era posible, aunque no fuese ni mucho menos fácil, intentar abrirse camino de forma privada y con pocos medios. Con otro similar también buscaba su hueco en el gran circo, el ‘ex-marine’ Brett Lunger, que competía gracias al apoyo del propietario de Chesterfield, a cuyo hijo el piloto americano había salvado la vida en la guerra de Vietnam.

Pero lo de Gilles era diferente, y no sólo porque pudiese contar con un McLaren ‘oficial’ decorado con los ya entonces clásicos colores de Marlboro. Evidentemente, el material a disposición del joven canadiense era superior al que podían utilizar los ‘privados’ que habían optado también por el M23 como su ‘arma de guerra’. En todo caso, aun con un coche mejor, lo que hizo Villeneuve, en aquel Silverstone aun vertiginoso y sin apenas chicanes que rompiesen su frenético ritmo, no estaba al alcance de cualquiera… es más, probablemente no estaba al alcance de nadie que no tuviese su descomunal talento. El ‘pequeño canadiense’ se mezcló de inmediato con los mejores de una fórmula 1 tremendamente competitiva como era la de mediados de los setenta, y de no ser por la falsa alarma que se encendió en el tablero de a bordo de su M23 y le obligó a entrar en boxes ante el temor a romper el motor, perdiendo un buen número de vueltas, Gilles hubiese acabado entre los primeros en su debut en el gran circo.

Aunque el resultado no se consumó, la demostración estaba hecha y llamó la atención, ni más ni menos, que de Enzo Ferrari, que andaba en busca de nuevos pilotos para la era ‘postLauda’ que se acercaba a pasos agigantados. Ante la sorpresa de muchos, Ferrari contrato al diminuto e inexperto Villeneuve, y lo sostuvo contra viento y marea incluso cuando Gilles se vio envuelto, a final de temporada, en un terrible accidente en el gran premio de Japón, que acabó con su Ferrari 312 ‘despegando’ sobre el Tyrrel P34 de Ronnie Peterson, con el fatal desenlace de aterrizar en una zona en la que trabajaban unos desafortunados comisarios de pista, que fallecieron víctimas del horrible vuelo cuya imagen fue portada en toda la prensa mundial.

Vinieron después varias temporadas en las que Ferrari nunca tuvo un monoplaza lo suficientemente competitivo como para que Villeneuve pudiese optar al ansiado título de campeón del mundo. Bueno, en realidad si hubo una en la que lo tuvo, la del 79, cuando la potencia del 12 cilindros boxer todavía bastaba, a duras penas, para hacer ganador al poco estético T4, con el que su compañero de equipo, Jody Scheckter, menos espectacular pero más eficaz, sumó los suficientes puntos como para asegurarse el campeonato si ganaba en Monza. En aquel gran premio de Italia del 79, el único que le podía hacer sombra al sudafricano y poner aun en tela de juicio sus opciones al título era, precisamente, Villeneuve. Pero aunque ganar era siempre su meta, como había demostrado meses antes llevando una llanta colgando en busca de una improbable reparación en boxes tras un pinchazo en Zandvoort, para Gilles había aun algo más importante que la victoria: la lealtad que le debía a Ferrari. Así que, aun sabiendo que ello significaba renunciar a sus legítimas opciones al campeonato, Villeneuve se pegó a rueda de Scheckter, sin hacer el más mínimo intento de atacarle, y se convirtió en su perfecto ‘guardaespaldas’ para asegurar el título a un piloto de Ferrari en la catedral de la F1. Desde Lesmo a la Parabolica rugían los tifossi y ondeaban las banderas rojas con el cavallino rampante cuando los dos cruzaron la línea de meta, Jody como campeón, Gilles como orgulloso escudero y con la certeza de que, algún día no muy lejano, esas banderas iban a ondear para celebrar su título de campeón.

Sin embargo, ese día nunca iba a llegar. El año siguiente el T5 ya no pudo continuar los milagros del T4, lastrado por la anchura de su propulsor en pleno apogeo de los coches ala de chasis estrecho y amplios pontones laterales que los pegaban al suelo como lapas. Jody lo dejó por imposible y se retiró a final de temporada, saciada ya su sed de victorias con el título del 79. Gilles, en cambio, siguió dando el máximo en cada gran premio, aunque lo más que pudiese hacer era arañar un punto aquí y otro allá. En el horizonte estaba la siguiente revolución, el motor turbo, así que merecía la pena aguantar y esperar, porque el de Ferrari iba a estar entre los mejores, como no podía ser de otra forma en una fábrica en la que los motores siempre fueron la parte más importante de sus coches, fuesen estos de calle o competición.

Haciendo crecer la competitividad del propulsor Ferrari turbo, montado en el pesado 126C, transcurrió la temporada del 81, en la que Villeneuve logró dos de sus victorias más memorables, justo en dos circuitos donde el potente para aun rústico e indomable V6 Turbo de Ferrari era más difícil de controlar: Mónaco y Jarama. Esta última es la que para mi tiene más significado ya que el gran premio de España del 81 fue mi primer contacto directo con la fórmula 1, tras años de revistas y breves conexiones televisivas como único alimento para mi pasión por los carreras. En aquel caluroso junio de mis 17 años pude, por fin, ver de cerca a mis adorados Lotus (¡otra vez con los colores de John Player!) y a mis admirados Williams (¡que elegancia de líneas!, ¡que eficacia!). Puede, por fin, oír el inconfundible rugido del los legendarios Cosworth o el inimitable bramar del V12 Matra y, sobre todo, puede ver por primera vez a mis héroes, los pilotos, los que, pese a ir embutidos en sus cascos integrales y semisumergidos en los cockpits de sus monoplazas, habían captado siempre mi imaginación. Allí estaban mi venerado Andretti (aunque fuese a lomos del voluminoso y poco competitivo Alfa Romeo), el siempre dicharachero Lafitte, el rudo Jones, el taciturno Reuteman, el elegante De Angelis… y allí estaba Gilles Villeneuve, el pequeño canadiense, convertido ya, por derecho propio, en uno de los más grandes aunque aun no hubiese logrado más que un escaso botín de victorias y ningún título mundial.

En aquel gran premio, Gilles hizo, una vez más, lo imposible, manteniendo a raya, a base de explotar las virtudes del Ferrari turbo y de disimular sus defectos, a toda una hambrienta jauría de Williams, Ligier, Lotus, Brabham y McLaren que le siguieron de cerca durante casi dos horas sin tener nunca la menor posibilidad de superarle. Fue un triunfo memorable, que quedó grabado en la historia de la F1 y que, para un impresionable chaval de provincias, fue una de esas experiencias que sabes te van a marcar de por vida. Si antes de aquella carrera Gilles era uno de mis héroes, desde entonces era, definitivamente, MI HEROE, así, con mayúsculas. Poco importaba que no ganase, él siempre lo intentaba, como unos meses después, cuando en mi viaje de ‘intercambio cultural’ a Francia, pude ver mi primer gran premio completo por televisión, el de Canadá. Sobre una pista encharcada por una lluvia torrencial, en la que controlar el ‘escorbútico’ Ferrari 126 era poco menos que imposible… y más aun con el alerón delantero totalmente doblado tras un toque en los primeros giros, Villeneuve siguió peleando contra todo y contra todos para acabar cuarto o quinto… ¡qué más da!

Por eso, cuando en el 82 la evolución del Ferrari turbo dio por fin sus frutos, y el 126C2 era el coche a batir, parecía que, finalmente, ese año iba a ser el suyo. Y aunque el arranque de temporada fue complicado, el potencial estaba ahí y todo parecía preparado para ese gran día que Gilles esperaba desde aquella tarde de Monza en el 79, ese día con el que igual ya soñaba cuando hacía malabarismos con las motos de nieve en su Canadá natal, arrasaba en la Fórmula Atlantic norteamericana o impresionaba nada menos que a Chris Amon pilotando aquel poco competitivo Wolf de la Canam. El día en que, oficialmente, Gilles iba a ser reconocido como ‘el mejor de todos’ hasta por los que sólo se fijan en las cifras y los títulos para evaluar la capacidad y la valía de un piloto.

Pero entonces surgió un escollo inesperado. En Imola, en plena guerra FISA-FOCA, la política ganó una vez más al deporte y el gran premio se quedó reducido a unos pocos equipos leales a la federación y encabezados por Ferrari. Con una clara superioridad sobre el resto de rivales, entre los que sólo los Renault les podían hacer sombra, la carrera se convirtió pronto en un paseo triunfal para los monoplazas rojos, con Villeneuve en cabeza y Pironi siguiéndole de cerca. Sin necesidad de pelear entre ambos, el acuerdo tácito era ‘dar espectáculo’ pero mantener finalmente las posiciones, con Gilles por delante de Didier. Por eso, cuando el joven y prometedor piloto francés superó al canadiense cerca del final, sin que este le opusiese resistencia alguna, nadie pensó que se estuviese fraguando el drama, sino que, más bien, parecía que se estaba ejecutando una brillante comedia. En el siguiente giro Gilles intentó devolver la pasada a Didier, pensando en que este se haría a un lado igual que él había hecho momentos antes… pero no fue así, el galo se resistió y acabó ganando un gran premio de un modo que su compañero de equipo, tan leal siempre a los intereses de la ‘scuderia’, consideró una auténtica traición. La expresión de Villeneuve en el podio, minutos después, lo decía todo, y los que le conocían hablan desde entonces del cambio que se produjo en el pequeño canadiense en los días posteriores. El habitualmente alegre y despreocupado Gilles estaba primero furioso y después frustrado, se sentía engañado y quería venganza.

Una venganza deportiva, evidentemente, que debía llegar en el siguiente gran premio, cuyo escenario iba a ser el trazado belga de Zolder, donde, precisamente, Pironi había logrado un par de años antes su primera victoria en la F1, entonces al volante de un Ligier. Villeneuve quería batirle no sólo en carrera sino en cada sesión de entrenos, en su mente no había otro objetivo ni nada se podía interponer en el mismo. Pero, desgraciadamente, cuando Gilles buscaba una nueva vuelta rápida en los últimos momentos de los entrenos del sábado por la tarde, en la trayectoria de su embalado Ferrari, calzado con las superblandas ‘qualifiers’ y con la presión del turbo a tope, apareció, a paso lento, el March de Jochen Mass, de retorno a boxes. El alemán vio un fugaz destello rojo en sus retrovisores y trató de apartarse, pero el canadiense pensó que lo haría hacia el otro lado y en una fracción de segundo Gilles dejó de hacer historia para convertirse en leyenda. En una cruel carambola del destino, las ruedas traseras del March se convirtieron en rampa de lanzamiento, como en aquel primer accidente con el Ferrari en Fuji lo habían sido las del Tyrrel de Peterson. El 126 de Gilles despegó, impactando de forma brutal contra el asfalto y proyectando el diminuto cuerpo del pequeño canadiense por los aires. Esta vez no hubo escape posible, Gilles había ‘volato via’ como tituló la prensa italiana al día siguiente. Se nos había ido el último héroe, el piloto que nunca se rendía, el que sabías iba a darlo todo, fuese para ganar en Monaco, para ser segundo en Dijon (¡qué le pregunten a Arnoux!) o para marcar el mejor tiempo en una sesión de libres bajo el diluvio en Watkins Glen, mientras el resto buscaban simplemente guarecerse en sus motorhomes, consiguiendo impresionar hasta a alguien ‘qué lo había visto todo’ como el gran periodista británico Denis Jenkinson.

Porque, después de todo, a Gilles lo que le gustaba realmente era buscar los límites y tratar de vencerlos. Para él, ganar no era realmente tan importante, lo importante era superarse a si mismo, a sus miedos, a sus limitaciones… y esa es la lección que su fugaz y brillante paso por este mundo, en general, y por la fórmula 1, en particular, debería dejarnos. Por eso, como recitaba aquel poster de la AutoSprint italiana que lo retrataba al volante del 126C, totalmente cruzado sobre la hierba pero sin dejar de acelerar, ‘ti ricordiamo cosi!’ Porque, en efecto ¡te recordamos así! en el límite y, pese a todo, sin rendirte.